lunes, 2 de agosto de 2010

Me gusta el lobito...

El Peque




Cuando se abrió la puerta de la 4x4 y asomé apenas una pierna, los gritos y aplausos de la banda transformaron la quietud de la noche en teatro de revistas. No había ni pisca de adulación o reconocimiento (nada de eso) sino pura burla y cachondeo.

- ¡Qué manera de chillar, chabón!

- ¡Le dieron pa’ que tenga y guarde!

- Era un gato en la oscuridad, jajajaja.

Pero no había sido yo el que había armado el alboroto. Mientras me la metía, el abogado se había entusiasmado de más y entre gritos y rebuznos se había olvidado de las formalidades. Tan seriecito que parecía. Y la verdad que no había sido para tanto. El noventa por ciento de mis clientes la tenían más grande y además el tipo adolecía de eyaculación precoz. No creo que los empujones hayan sido más de diez. Casi diría que habíamos tardado más en ponerle el forro. Pero yo no tenía de qué quejarme. Para mí, mejor: había acabado pronto y me había liberado para seguir trabajando. Todavía era temprano y, si llegadas las dos no pintaba nada bueno, tenía la opción de darme una vueltita por “Contramano”, donde seguro no faltarían los viejitos con plata que quisieran pasar un buen rato. Apenas bajé del vehículo, el tipo arrancó como si lo corriera el diablo. Si bien no había nadie en la calle más que la tropa de taxis fumados a los que yo llamaba “mis amigos”, el quilombo que se había generado bien podía llamar la atención de los vecinos de la cuadra. Y por supuesto que él no quería bajo ningún concepto que alguien pudiera reconocer su camioneta junto a nosotros. Era la ley de la calle: los gatos somos buenos para darse un revolcón o para dar una mamada, pero nadie se las va a jugar incluyéndonos en la foto. En ese sentido, el prostituto varón tiene menos crédito que una puta, a la que más de uno incluso usaría para pavonearse.

En la esquina estaban Santiago, el Garza, Polo y acababa de llegar Marlén, una travesti divina que se nos había pegado hacía un tiempo y con la que habíamos hecho buenas migas. No daba mina ni borracho, con su metro ochenta, sus brazos fibrosos y esa voz de barítono que intentaba disimular con los mejores agudos de que era capaz. Sin embargo, nadie podía decir que no tuviera su encanto y, sobre todas las cosas, a los tipos les encantaba y muchas veces trabajaba más que cualquiera de nosotros. Era muy toquetona, eso sí. Apenas llegaba se plantaba al lado de alguno de nosotros y empezaba a sobarle el ganso sin decir ni “agua va”. Claro que para nosotros eso no era problema. ¡Mirá si nos íbamos a ofender porque nos manotearan el bulto! Esa noche el elegido fui yo.

– Hola, bebé. –me saludó con un pico y llevando su mano a mi entrepierna, por supuesto- Espero que el vejete haya dejado algo para mí.

– Para vos siempre va a haber. –le respondí y todos rieron.

– Aunque no era tan vejete. –aclaró el Garza, que había sido el que se acercó primero, antes de que el abogado le aclarara que era a mí a quien quería.

– Tampoco era un adolescente –comenté– pero no estaba mal.

– Y por lo poco que escuché, estaba más caliente que una hornalla. –dijo Marlén– ¡La camioneta se bailó el “Lago de los Cisnes”!

– ¿Era pijudo? –preguntó Santiago, siempre interesado en los detalles.

– ¡Ni ahí! –le dije, mientras me sentaba en la parecita, con Marlén adosada a mí.

– Ay, pero algo debe haber tenido porque no me vas a negar que la pasaron bien.

– Le puso ganas. Pero fue más el tiempo que se la estuve mamando que otra cosa.

– Pobrecito. Nada más aburrido que chupar un chizito para que después te metan un grisín en el culo... Porque te culeó ¿no es cierto?

Santiago era así.





Marlén, entretanto, pasaba su larga humanidad por sobre la parecita en la que yo estaba sentado y me abrazaba desde atrás. Inclinada sobre mí, sus enormes tetas se aplastaron contra mi espalda y su verga se hizo notar por debajo de mi cintura. Me besó el cuello y deslizó una mano por debajo de mi bermuda.

– Mmmm... pero algo bueno debe haber hecho el vejete porque acá hay restos de lechita tibia todavía... –y se pasó el dedo por la lengua como si estuviera probando la consistencia de la crema chantilly.

– A ver, a ver, que acá el control de calidad lo hago yo. –bromeó Santiago arrodillándose ante mí y, en un santiamén, ya me estaba chupando la pija haciendo el gesto de estar comiéndose el mejor de los manjares.

En eso, se escucharon gritos desaforados desde el lado de Córdoba. Eran gritos inconfundibles de pelea. Por instinto, todos corrimos a la esquina para ver de qué se trataba (yo el más lento porque tenía que acomodarme el paquete de nuevo en su lugar). La batahola se acercaba y de inmediato pudimos ver al otro lado del estacionamiento que un grupo de unos siete u ocho chicos corría en dirección a donde estábamos nosotros. Eran pendejos de no más de dieciséis o diecisiete, algunos con el torso desnudo y todos muy sudados y flacuchentos. Daban la impresión de ser chicos de la villa y se los veía asustados corriendo por el medio de la calle. El que iba adelante les gritaba que fueran para no sé dónde a buscar a no sé quién. Antes de que nosotros pudiéramos reaccionar, pasaron a pocos metros sin siquiera reparar en que estábamos allí. Todos menos uno, el más rezagado, que ya casi sin aliento y presionándose el costado con una mano se apartó del grupo y se mezcló entre nosotros, apoyándose en la parecita del estacionamiento casi al borde del desmayo. Tan mal se lo veía que pensé que podía estar herido. Pero no. Las únicas heridas que tenía las llevaba en el orgullo.

– ¡Puta madre! Mucho faso... –fue lo único que pudo decir, con una vocecita asmática que no dejaba de dar gracia.

Nadie le preguntó nada. Nos limitamos a mirarlo atónitos, mientras los demás se perdían al llegar a Santa Fe. Se hubiera dicho entonces que el supuesto peligro ya había pasado pero fue ahí cuando escuchamos otro griterío avanzando desde la misma dirección por donde había llegado el anterior.

– ¡Bánquenme esta, papá! Hagan como que soy uno de ustedes. Que no me den la cana.

Nadie respondió. Salvo Marlén, los demás quedamos preocupados, más que nada porque no entendíamos de qué venía la mano. Por el contrario, Marlén se veía divertida y empezó a revolear su carterita y a mover el culo como si estuviera levantando chongos en la Panamericana.

– ¡Haceme la gamba, fiera! –se desesperó el pendejo, ¡aferrando y arrugando mi remera!, acto que en cualquier otra circunstancia hubiera desatado mi furia incontrolable- ¡Que no me vean o soy boleta!

Hasta ese momento, no habíamos tenido el placer de saber de qué se trataba pero al ver la turba que avanzaba por la calle Junín hacia nosotros nos dimos cuenta de que no podía ser nada bueno. Eran como veinte pendejos, de la misma onda que los anteriores pero con la diferencia de que estos corrían más deprisa y llevaban algo en las manos que, a la distancia, yo no alcanzaba a distinguir. Había que tomar una decisión y, como nadie decía nada, tuve que tomar la voz cantante.

– Está bien. –le dije- Quedate tranqui.

Detrás de la parecita del estacionamiento había dejado mi mochila. Siempre la dejaba ahí para que los chicos me la cuidaran mientras estaba trabajando. Como soy un maniático de los olores, me gusta andar con mi kit de limpieza y a veces incluso con alguna muda de ropa, por si las moscas. No era este el caso, sin embargo. Esa noche no llevaba ropa de recambio pero sí una toalla limpia. Se la pasé mientras el Garza reaccionaba al grito de “¡No seas pelotudo! ¡Vámonos a la mierda!”. Insistió dos o tres veces con su consigna pero al ver que no obtenía quórum se sentó junto al pendejo y quedó a la espera de los acontecimientos.

– Secate el chivo con esto y tirá esa gorra lo más lejos que puedas.

El pendejo me obedeció sin chistar. Yo me quité la remera.

– Ponete esta y dame la tuya.

Cuando me dio su remera casi me desmayo de la baranda a sudor. La idea era meterla dentro de la mochila para desaparecerla de la vista, pero esta nueva circunstancia me llevó a esconderla en una rama del árbol más cercano. Corríamos el riesgo de que alguien la viera con facilidad pero no estaba dispuesto a permitir que mi mochila preferida se contaminara para siempre. “Nota mental –pensé- Quemar mi remera si llego a recuperarla”. Marlén aportó lo suyo: le empolvó un poco la cara al pendejo para terminar de desaparecer el brillo del sudor, un poco de rímel en las pestañas, un peinado con jopo bien brilloso (de noche, la grasitud capilar puede pasar como gel) y ¡listo! Sin entrar en detalles, el pendejo parecía un puto más. Y toda la transformación nos llevó apenas unos pocos minutos. ¡Menos mal!, porque cuando nos quisimos dar cuenta la banda de facinerosos ya estaba en nuestra esquina.

– Eh, chabón. ¿No vieron unos vagos pasando por acá? –preguntó el más alto de todos.

Evidentemente, sus conocimientos de gramática y estilo discursivo dejaban mucho que desear.

– ¡Lo vamo a matá! –gritó otro que parecía no poder levantar una pluma del suelo. Sin embargo, nunca hay que llevarse por las apariencias porque, ahora que estaban más cerca, se podía ver que lo que llevaban en las manos eran palos y piedras.

– Che, ¿ese no es uno? –preguntó un tercero, apuntando efectivamente a nuestro protegido.

Un sudor frío me surcó la frente y aun en la oscuridad pude ver la palidez en el rostro del pendejo. Pero la homofobia en este caso nos jugó a favor.

– ¡Qué va a se’! –se escuchó entre la horda- ¿No ve’ que son todo’ puto’ son?

– ¡Sigamo’ para allá! ¡Lo’ vamo’ a mata’!

Y el malón salió en dirección a Santa Fe, gritando como salvajes.




Recién cuando desaparecieron, al doblar en al avenida, recobramos el aliento. El alboroto había sido tal que, en el edificio de enfrente, se habían encendido algunas luces y algunas cabezas se habían asomado temerosas a las ventanas, pero como todo volviera a la calma, solo husmearon un instante y cada volvió a lo suyo.

El pendejo se plegó sobre sus rodillas y, con la cabeza entre los codos, dio un tremendo e interminable suspiro.

- ¡De la que me salvé, chabón! ¡De la que me salvé!

- ¡De la que te SALVASTE, nada! –recriminó el Garza- De la que te SALVAMOS, querrás decir.

El pendejo no reaccionó de inmediato. Parecía no tener suficiente aire. Pero de golpe se enderezó y nos miró a todos con una firmeza que me llamó la atención.

- Tene’ toda la razón, papá. Te debo una. Y yo soy tipo de ley. Yo no olvido.

Y mientras el pendejo se deshacía en agradecimientos, en nuestro fuero interno, cada quien estaba pensando la mejor manera de cobrarle el favor, juas.

Hasta ese momento, yo no había siquiera pensado en mirarlo con atención. Supongo que los demás tampoco... Bueno, tal vez con excepción de Marlén, que hasta en los momentos más acuciantes se toma el tiempo de mirar un chongo. Tampoco es que este fuera EL chongazo pero, mirándolo con detenimiento, con un par de tragos encima cualquiera lo hubiera visto potable, jajaja. Hablando en serio, no era feo el pendejo, solo un poco (bastante) desalineado, esmirriadito y (para qué negarlo) medio sucio. Pero con un buen baño y un corte de pelo decente, hubiera estado para darle y recibirle. Obvio que las maricas se le fueron igual al humo y cada una a su tiempo le dejó bien claro de qué manera podía saldar su deuda. Yo me mantenía en silencio, descamisado como estaba, a la espera de que llegara mi turno.

- Mirá, mi amor –le aclaró Marlén- entre nosotras hay una sola manera de pagar este tipo de favores. –y se le sentó sobre el bulto.

- ¡Pará, pará, chabona, que uno no es de fierro tampoco! –se rió el pendejo amagando retirarse de debajo de la imponente trava que lo acosaba.

- Justamente de eso estamos hablando, bebé. Primero, ¿cómo te llamás, ricura?

Y ahí nomás, Marlén pasó una mano entre sus propias piernas para llegar a las partes íntimas de su eventual sostenedor. Se dieron lugar entonces todos los chistes de mal gusto que se puedan imaginar, todos referidos a gansos, a estrangulamientos, a morcillas y a cosas por el estilo. El pobrecito, más apichonado que cómodo, se dio a conocer como “el Peque” y, como todos reaccionáramos con carcajadas, se apresuró a hacer las aclaraciones del caso:

- ¡Pero no es que la tenga chizito, eh!

- Eso hay una sola manera de demostrarlo... –terció Santiago, ya inclinado sobre la peculiar pareja y hurgando por debajo de la mini de Marlén.

Fue entonces cuando apareció nuevamente la 4x4 del abogado.

Se deslizó el vidrio polarizado del lado del acompañante y asomó por la ventanilla la mano del susodicho (solo la mano) haciéndome señas para que me acercara. Y así lo hice mientras la atención de mis amigos todavía se concentraba en el culo de Marlén refregándose sobre el paquete del pendejo y las manos de Santiago.

- No te lo tomes a mal –me dijo el abogado desde dentro- pero me gustaría que subieras.

- ¿Otra vez? –fue lo único que se me ocurrió decir

Aun en la oscuridad casi absoluta pude ver que el abogado se sonrojaba.

- Sssss... sí. La verdad que no sé por qué no te lo dije antes... Pero tengo ganas de que pases la noche conmigo.

- Si tenés plata...

- Sí, sí. Sabés que eso no es problema.

Entonces saludé a mis amigos sin demasiado protocolo (y sin que ninguno me diera ni cinco de pelota) y subí otra vez a la 4x4. Una vez dentro, el abogado me miró con una extraña expresión, entre calentura y ternura, tras lo cual hizo la referencia ineludible:

- ¿Te dio calor?

- Es una larga historia. –le respondí- Después de coger, si querés, te la cuento.

- Tenemos toda la noche.

La 4x4 arrancó y en la esquina, el pobre pendejo se enfrentaba a la experiencia de su vida. Fue el único que me vio partir.






domingo, 21 de marzo de 2010

El Abogado (2da parte)


- Si querés los llamo y nos armamos la fiestita en la parte de atrás...

El chico era insistente con eso de traer a sus amiguitos a la camioneta. Tal vez tenía miedo de no pasarla bien conmigo. Hasta el momento lo mío no había sido memorable. Se suponía que yo era el adulto y que debía saber de aquellas cosas, pero en los hechos había sido él el que había manejado la situación. Y gracias a Dios que lo hizo. De otro modo, el encuentro hubiera sido un fracaso. Tal vez yo no le gustaba. Sería comprensible. Un viejo de cincuenta no puede tener atractivos para un adolescente más allá de su dinero.

- No. Mejor quedémonos nosotros dos solos.

- Oki. Pero si algún día se te da por variar, solo tenés que decirlo, juas.

Era el chico más hermoso y simpático que había conocido en mi vida (lo había notado desde el primer momento pero sin admitirlo conscientemente). Huraño y solitario como soy, no era muy extensa la lista de las personas que había conocido y mucho menos en circunstancias tan particulares, pero desde aquella noche no he podido sacarme de la cabeza su sonrisa y el brillo de sus ojos a cada instante. Y ya van cinco años. Cinco años durante los cuales he aprendido a conocerlo y me he ganado su confianza. “¡Te enamoraste, boludo!” me dijo Juan cuando cometí el error de contarle lo que me sucedía. Pero yo no estoy muy seguro de que sea amor. Me inclino más hacia un cúmulo de frustraciones apiladas a lo largo de años y años de negar lo evidente, combinadas con su capacidad de hacer ver como natural incluso los deseos más oscuros de mis vísceras.

- Seguramente en otra oportunidad...

Me sonrió una vez más.

- Bueno... ahora, a lo nuestro... Tu mamada ya está en marcha, juas.

Hablaba con tanta desenvoltura que me hacía sentir a la vez incómodo y excitado. Una parte de mí deseaba que se detuviera, que se fuera, que me dejara seguir con la vida chata y mentirosa que había llevado hasta entonces. Pero otra parte ansiaba, con una fuerza inédita, que continuara y me mostrara ese mundo de sensaciones indescriptibles del que apenas tenía referencias a través del cine o la literatura. Obvio que él no se regía por el mandato de mis pensamientos y estaba enfrascado en cumplir con su trabajo a pie juntillas. Mientras mi mente se debatía entre el bien y el mal, sus manos se escurrían por mi cintura y desabrochaban mi bragueta. Mi erección era irreconocible. Nunca había sido tan potente. Un suspiro sonoro se escapó de mi boca y sus ojitos me dijeron en silencio que estaba complacido. Cuando sus manos aprisionaron mi pene sentí que el mundo desaparecía y un calor de infierno se apoderaba de todo mi cuerpo. Recién entonces y gracias a un movimiento accidental de mi cabeza, presté atención a su miembro. Estaba muy erecto y me pareció muy grande para un chico de su edad... aunque, si soy sincero, nunca he sabido demasiado de penes. Típico en mí, lo racional primó también entonces sobre lo sensible (aun a pesar de la dolorosa erección que me urgía) como una especie de boicot.

- Vos también tenés una erección –le dije.

Él se rió pero no dejó de masajear mi entrepierna.

- ¿Y qué tiene eso de raro? Ya te dije que me cachondea que me metan los dedos en el culo.

Dudé qué responder y aproveché el instante para disfrutar calladamente de las caricias.

- De raro nada. Solo que tenía entendido que ustedes no eyaculan para poder tener más clientes en la misma noche. –lo había leído en internet.

- Algo de eso hay. Pero no acabar no quiere decir que no se te pare. La pinga se maneja sola y cuando alguien me gusta se despierta y listo...

- ¿Cuándo alguien te gusta? ¿Acaso me vas a decir que yo te gusto?

Me miró como extrañado y yo le creí o quise creerle.

- ¿Por qué no? Sos un tipo pintón. No serás un pendejo pero tenés...

- Plata. Tengo plata.

Hizo un silencio y estuve a punto de perder la erección al suponer que mi exabrupto lo había molestado.

- Supongo que la tenés, sí. De otra manera no tendrías este coche... Porque es tuyo ¿no?

Esta vez fui yo el que sonrió y le dije que sí con la cabeza.

- ¿Ves? Sos entonces el tipo perfecto para mí. Madurito, tierno, con guita y con ganas de gastarla conmigo... Y encima tenés una verga dura que me está llamando con impaciencia.

Y parecía cierto lo que decía. Por lo menos lo último que había dicho, pues el miembro había empezado a latir entre sus dedos y nuevas oleadas de calor comenzaban a agitar mi respiración. Quise decir algo más pero él no me lo permitió: puso su mano olorosa a sexo en mi boca y se inclinó sobre mi entrepierna, dando por terminada la conversación.

Fue sublime. La suavidad de sus labios alrededor de mi glande era algo que jamás hubiera siquiera imaginado. Las yemas de sus dedos acariciaban el resto del miembro arrastrando sigilosamente la saliva en el deslizamiento. Mi corazón bombeaba sin control y mi resuello se negaba a respetar los límites de la prudencia. Podría decirse que, a mis cuarenta y ocho años, estaba debutando sexualmente. Al menos en lo que al goce se refiere. Diecinueve años de casado, tres hijos adolescentes y una familia bien constituida perdieron el sentido tan vertiginosamente que, si el chico hubiera sido un avezado oportunista, habría podido obtener de mí lo que hubiera querido. Cuando su boca se tragó mi pene por completo abrí los ojos sin aliento y pensé que el mundo llegaba a su fin. Nadie me había felado en mi vida y había dado con el muchacho perfecto para mí.

- No te pregunto si te gusta porque está claro que sí, juas.

Me dio un respiro justo cuando sentía que no podría resistir más. Mi ritmo cardíaco retumbaba en mi cabeza.

- ¿Sigo? –preguntó.

Le hice señas de aguardar unos instantes, hasta que pudiera retomar el control de mi propio cuerpo y salir de ese vértigo que preanunciaba mi fatal caída.

- ¿Viste que me gustás? –dijo de pronto.

Yo lo miré incrédulo.

- ¡En serio! Tenés buena verga además.

- No tenés necesidad de mentir...

- ¡Y vos no tenés necesidad de ser tan pelotudo! –se enojó.

Sorprendido, no supe qué responder.

- ¿Por qué no te relajás, disfrutás y me dejás disfrutar a mí también? ¿No la estás pasando bien acaso? Cortala con la mala onda, chabón.

Hoy lo recuerdo y me causa gracia. Los roles se habían invertido por completo y el niñato adolescente me estaba dando una lección de vida.

- ¿Querés que siga o vas a insistir con tu sambenito del patito feo?

Se produjo un silencio pesado. Dos, tres, cuatro segundos. Una eternidad. Y al final mi carcajada estalló desinhibida como nunca.

- ¡Qué carácter! Sos demasiado chiquito como para ver las cosas con tanta claridad... pero qué bueno que me lo dijiste.

El chico se recostó contra la puerta derecha y se quedó así, con las piernas abiertas y el miembro erguido como un mástil. Volvió a sonreír, pero esta vez no vi la lucecita pícara en su mirada.

- ¿Seguimos entonces?

Asentí con la cabeza y no me importó su presunto malhumor. Contrariamente a lo que hubiera esperado de mí mismo, aquella reprimenda me había instalado súbitamente en otra realidad. Una en la que me gustaría vivir de allí en más. Sin embargo, demasiado tarde descubriría que aquel nuevo y deslumbrante entorno de concupiscencia tenía un defecto insalvable.


- Si no te molesta, me voy a poner cómodo. –anunció y, en tanto yo seguía con mis divagues, él se quitaba la ropa con envidiable eficiencia y me hablaba de no sé qué señor al que le gustaba hacer no sé qué cosa- ... A veces lo hago pero detesto coger con la ropa puesta...

Su cuerpo carecía de defectos evidentes. Tal como lo había sospechado. Aunque (como podrán imaginar) tampoco soy un experto en cuerpos de adolescentes. Hasta antes de conocerlo, hubiera dicho que era apenas un crío, que podía ser mi hijo. Jamás me hubiera permitido mirarlo con ojos de amante. Esa piel tan suave y blanca. Todo él conspiraba en contra de cada uno de los principios morales que me habían regido desde siempre. Sus brazos ligeramente musculados, el hueco profundo debajo de la nuez y la marcada sinuosidad de sus pectorales... ¡Juro que quise no verlo de ese modo! Pero una rara excitación me dominó al pasar mi mirada sobre sus tetillas, tan apretaditas y rosadas. Me hubiera gustado pellizcárselas pero no me atreví a tanto (todavía). Tampoco intenté rozar su abdomen como hubiera querido. Ni sus piernas, largas y moldeadas a la perfección. El nuevo mundo acababa de desembarcar en mi entrepierna pero necesitaba algo de tiempo para hacerme a la idea de que habría una vida después de aquel encuentro.

Yo no me animaba a tocarlo. Solo lo contemplaba casi con adoración. Él, en cambio, tenía por norte el hacer contacto con mi cuerpo a como diera lugar... Por asco que le diera la sola idea de posar sus suaves manos sobre la ajadura de mi piel... (“¡Cortala con la mala onda, chabón!” y tenía toda la razón con eso del sambenito).

La mirada pícara volvió a sus ojitos pardos y, asomando la lengua entre los labios, sus pies se arremolinaron en torno de mi pene (porque, a pesar de que había perdido toda conciencia de su existencia, mi erección seguía firme y sin renuncios).

- Hay muchas maneras de hacer una paja. ¿Lo sabías?

La perversión se había instalado en el arco de sus labios y (como si yo fuera definitivamente otro) me entregué a su llamado sin palabras ni sonidos.

- Te puedo hacer la paja con la planta de los pies... con los tobillos... Lo usual es hacerlo con las manos (y tiene su encanto, es claro) pero a mí me gusta investigar y hasta podría pajearte con los labios o con los cachetes del culo, jajajaja.

Y a cada mención me daba una muestra de lo que sería hacerlo de los diferentes modos. No sé cómo hizo pero se las arregló para acariciar mi pene con la mayor parte de su piel. Aunque terminó alternando boca y dedos, cubriendo todo mi miembro (y todo mi ser, en consecuencia) del más maravilloso y extenuante placer que jamás hubiera yo experimentado. Tanto que me vi obligado a detenerlo antes de que mi esperma surgiera despedido sin control.

- Chupámela vos a mí entonces. –propuso con tierno tono imperativo al recostarse una vez más contra la puerta izquierda de la camioneta.

Su pene seguía allí como una lanza. De más está decir que yo nunca lo había hecho con anterioridad. El pánico me congeló. Por eso, una vez más, el chico tuvo que tomar las riendas del asunto. Deslizó con exasperante lentitud su dedo índice alrededor de su glande para luego llevarlo a través del breve espacio que nos separaba hasta el borde superior de mi boca. La humedad estaba todavía cálida cuando se produjo el contacto y el más almizclado aroma a sexo que yo había sentido y sentiría en el futuro inundó mis fosas nasales para nublar irremediablemente mis sentidos. No sé cómo lo hice. Debo confesar que perdí por completo la noción de su presencia, con excepción de su falo. Por primera vez el deseo se liberó de mis entrañas y estalló convertido en manos, lengua, labios y cuanta porción de mi cuerpo pudiera dar y recibir placer. Si el tiempo puede medirse, no se dio esa situación aquella noche y, a medida que los minutos se estiraban como chicle para ser avasallados de inmediato por los ardores de la carne, aprendí que el universo puede resumirse en una sola gota de semen. Mi cuerpo reptó hasta su lugar y el chico supo acomodarse en el asiento para facilitarme la faena. Lo penetré sin miramientos y ni siquiera me di cuenta. Mis manos, toscas y velludas, apretaron su carne, mordisquearon sus tetillas como pinzas y fraguaron el calvario de su miembro hasta que el tapizado se manchó de blanco. Luego aconteció mi propio desenfreno y el grito visceral fue tan estruendoso que los vítores y los aplausos de los amigotes en la vereda no se hicieron esperar. Minutos después, cuando el chico procedía casi con gesto burocrático a desenrollar de mi pene el condón que yo nunca había percibido, tomé nota del paroxismo vivido y no pude menos que pensar en él.

- ¿Te dolió? –le pregunté con una voz que parecía perderse en el abismo.

- ¿Qué cosa?

Me avergonzaban los detalles.

- La... penetración...

Me miró como si no comprendiera de qué le estaba hablando. Al instante se sonrió tímidamente, le hizo un nudo al preservativo que todavía sostenía entre sus dedos, bajó la cabeza y, al levantarla otra vez, se rió tan estrepitosamente que los muchachotes de la vereda volvieron a alborotarse. No había en su carcajada insolencia ni soberbia. Tampoco soy un experto en el tema pero puedo asegurar que mi pregunta le divertía.

- ¿Si me dolió?

El sí salió de mi boca fue prácticamente inaudible y me apresté a recibir sus burlas. Sin embargo, él depositó el condón en el cenicero de la puerta izquierda, tomó mi rostro entre sus manos, me dio el besito más tierno que jamás me habían dado y me darían jamás y me dijo casi en susurro al oído:

- Estoy acostumbrado.

Su cuerpo todavía desnudo se acurrucó junto al mío y allí se quedó durante vaya a saber cuánto tiempo.

- Ya es tarde. –dijo después- ¿Querés hacerlo otra vez?

No se había movido. No pude entonces ver su rostro pero me gusta pensar que su pregunta era en realidad un pedido. No obstante, siempre perdurará en mí una cuota de cobardía, esa enorme tenazas que solo me sirven para cercenar las testes de las mejores experiencias.

- Por hoy es suficiente.


De regreso a casa, mi mente trató de reconstruir cada instante de aquella noche frenética y, por más que lo intenté una y otra vez, mi memoria se atascaba en el momento en que el chico se sentaba a mi lado. Sin embargo, la sensación de que mi mundo había cambiado se hacía más patente a cada instante y se me instalaba en los pensamientos con tanta solidez que ya no lograba comprender una existencia tan inútil como la que había llevado hasta pocas horas antes. La nueva realidad arrasaba con los pilares de la otra reduciéndola a mero polvo, a casi nada. La nueva realidad había renovado los colores de la noche e inundaba mi cabeza de música y alegría. Pero yo sabía que no era perfecta aquella realidad. Por eso regresé a la esquina de Marcelo T y Azcuénaga; para invitarlo a pasar la noche en mi casa. Había descubierto que aquel nuevo y deslumbrante entorno de concupiscencia tenía un defecto insalvable: él no siempre estaría allí.