domingo, 21 de marzo de 2010

El Abogado (2da parte)


- Si querés los llamo y nos armamos la fiestita en la parte de atrás...

El chico era insistente con eso de traer a sus amiguitos a la camioneta. Tal vez tenía miedo de no pasarla bien conmigo. Hasta el momento lo mío no había sido memorable. Se suponía que yo era el adulto y que debía saber de aquellas cosas, pero en los hechos había sido él el que había manejado la situación. Y gracias a Dios que lo hizo. De otro modo, el encuentro hubiera sido un fracaso. Tal vez yo no le gustaba. Sería comprensible. Un viejo de cincuenta no puede tener atractivos para un adolescente más allá de su dinero.

- No. Mejor quedémonos nosotros dos solos.

- Oki. Pero si algún día se te da por variar, solo tenés que decirlo, juas.

Era el chico más hermoso y simpático que había conocido en mi vida (lo había notado desde el primer momento pero sin admitirlo conscientemente). Huraño y solitario como soy, no era muy extensa la lista de las personas que había conocido y mucho menos en circunstancias tan particulares, pero desde aquella noche no he podido sacarme de la cabeza su sonrisa y el brillo de sus ojos a cada instante. Y ya van cinco años. Cinco años durante los cuales he aprendido a conocerlo y me he ganado su confianza. “¡Te enamoraste, boludo!” me dijo Juan cuando cometí el error de contarle lo que me sucedía. Pero yo no estoy muy seguro de que sea amor. Me inclino más hacia un cúmulo de frustraciones apiladas a lo largo de años y años de negar lo evidente, combinadas con su capacidad de hacer ver como natural incluso los deseos más oscuros de mis vísceras.

- Seguramente en otra oportunidad...

Me sonrió una vez más.

- Bueno... ahora, a lo nuestro... Tu mamada ya está en marcha, juas.

Hablaba con tanta desenvoltura que me hacía sentir a la vez incómodo y excitado. Una parte de mí deseaba que se detuviera, que se fuera, que me dejara seguir con la vida chata y mentirosa que había llevado hasta entonces. Pero otra parte ansiaba, con una fuerza inédita, que continuara y me mostrara ese mundo de sensaciones indescriptibles del que apenas tenía referencias a través del cine o la literatura. Obvio que él no se regía por el mandato de mis pensamientos y estaba enfrascado en cumplir con su trabajo a pie juntillas. Mientras mi mente se debatía entre el bien y el mal, sus manos se escurrían por mi cintura y desabrochaban mi bragueta. Mi erección era irreconocible. Nunca había sido tan potente. Un suspiro sonoro se escapó de mi boca y sus ojitos me dijeron en silencio que estaba complacido. Cuando sus manos aprisionaron mi pene sentí que el mundo desaparecía y un calor de infierno se apoderaba de todo mi cuerpo. Recién entonces y gracias a un movimiento accidental de mi cabeza, presté atención a su miembro. Estaba muy erecto y me pareció muy grande para un chico de su edad... aunque, si soy sincero, nunca he sabido demasiado de penes. Típico en mí, lo racional primó también entonces sobre lo sensible (aun a pesar de la dolorosa erección que me urgía) como una especie de boicot.

- Vos también tenés una erección –le dije.

Él se rió pero no dejó de masajear mi entrepierna.

- ¿Y qué tiene eso de raro? Ya te dije que me cachondea que me metan los dedos en el culo.

Dudé qué responder y aproveché el instante para disfrutar calladamente de las caricias.

- De raro nada. Solo que tenía entendido que ustedes no eyaculan para poder tener más clientes en la misma noche. –lo había leído en internet.

- Algo de eso hay. Pero no acabar no quiere decir que no se te pare. La pinga se maneja sola y cuando alguien me gusta se despierta y listo...

- ¿Cuándo alguien te gusta? ¿Acaso me vas a decir que yo te gusto?

Me miró como extrañado y yo le creí o quise creerle.

- ¿Por qué no? Sos un tipo pintón. No serás un pendejo pero tenés...

- Plata. Tengo plata.

Hizo un silencio y estuve a punto de perder la erección al suponer que mi exabrupto lo había molestado.

- Supongo que la tenés, sí. De otra manera no tendrías este coche... Porque es tuyo ¿no?

Esta vez fui yo el que sonrió y le dije que sí con la cabeza.

- ¿Ves? Sos entonces el tipo perfecto para mí. Madurito, tierno, con guita y con ganas de gastarla conmigo... Y encima tenés una verga dura que me está llamando con impaciencia.

Y parecía cierto lo que decía. Por lo menos lo último que había dicho, pues el miembro había empezado a latir entre sus dedos y nuevas oleadas de calor comenzaban a agitar mi respiración. Quise decir algo más pero él no me lo permitió: puso su mano olorosa a sexo en mi boca y se inclinó sobre mi entrepierna, dando por terminada la conversación.

Fue sublime. La suavidad de sus labios alrededor de mi glande era algo que jamás hubiera siquiera imaginado. Las yemas de sus dedos acariciaban el resto del miembro arrastrando sigilosamente la saliva en el deslizamiento. Mi corazón bombeaba sin control y mi resuello se negaba a respetar los límites de la prudencia. Podría decirse que, a mis cuarenta y ocho años, estaba debutando sexualmente. Al menos en lo que al goce se refiere. Diecinueve años de casado, tres hijos adolescentes y una familia bien constituida perdieron el sentido tan vertiginosamente que, si el chico hubiera sido un avezado oportunista, habría podido obtener de mí lo que hubiera querido. Cuando su boca se tragó mi pene por completo abrí los ojos sin aliento y pensé que el mundo llegaba a su fin. Nadie me había felado en mi vida y había dado con el muchacho perfecto para mí.

- No te pregunto si te gusta porque está claro que sí, juas.

Me dio un respiro justo cuando sentía que no podría resistir más. Mi ritmo cardíaco retumbaba en mi cabeza.

- ¿Sigo? –preguntó.

Le hice señas de aguardar unos instantes, hasta que pudiera retomar el control de mi propio cuerpo y salir de ese vértigo que preanunciaba mi fatal caída.

- ¿Viste que me gustás? –dijo de pronto.

Yo lo miré incrédulo.

- ¡En serio! Tenés buena verga además.

- No tenés necesidad de mentir...

- ¡Y vos no tenés necesidad de ser tan pelotudo! –se enojó.

Sorprendido, no supe qué responder.

- ¿Por qué no te relajás, disfrutás y me dejás disfrutar a mí también? ¿No la estás pasando bien acaso? Cortala con la mala onda, chabón.

Hoy lo recuerdo y me causa gracia. Los roles se habían invertido por completo y el niñato adolescente me estaba dando una lección de vida.

- ¿Querés que siga o vas a insistir con tu sambenito del patito feo?

Se produjo un silencio pesado. Dos, tres, cuatro segundos. Una eternidad. Y al final mi carcajada estalló desinhibida como nunca.

- ¡Qué carácter! Sos demasiado chiquito como para ver las cosas con tanta claridad... pero qué bueno que me lo dijiste.

El chico se recostó contra la puerta derecha y se quedó así, con las piernas abiertas y el miembro erguido como un mástil. Volvió a sonreír, pero esta vez no vi la lucecita pícara en su mirada.

- ¿Seguimos entonces?

Asentí con la cabeza y no me importó su presunto malhumor. Contrariamente a lo que hubiera esperado de mí mismo, aquella reprimenda me había instalado súbitamente en otra realidad. Una en la que me gustaría vivir de allí en más. Sin embargo, demasiado tarde descubriría que aquel nuevo y deslumbrante entorno de concupiscencia tenía un defecto insalvable.


- Si no te molesta, me voy a poner cómodo. –anunció y, en tanto yo seguía con mis divagues, él se quitaba la ropa con envidiable eficiencia y me hablaba de no sé qué señor al que le gustaba hacer no sé qué cosa- ... A veces lo hago pero detesto coger con la ropa puesta...

Su cuerpo carecía de defectos evidentes. Tal como lo había sospechado. Aunque (como podrán imaginar) tampoco soy un experto en cuerpos de adolescentes. Hasta antes de conocerlo, hubiera dicho que era apenas un crío, que podía ser mi hijo. Jamás me hubiera permitido mirarlo con ojos de amante. Esa piel tan suave y blanca. Todo él conspiraba en contra de cada uno de los principios morales que me habían regido desde siempre. Sus brazos ligeramente musculados, el hueco profundo debajo de la nuez y la marcada sinuosidad de sus pectorales... ¡Juro que quise no verlo de ese modo! Pero una rara excitación me dominó al pasar mi mirada sobre sus tetillas, tan apretaditas y rosadas. Me hubiera gustado pellizcárselas pero no me atreví a tanto (todavía). Tampoco intenté rozar su abdomen como hubiera querido. Ni sus piernas, largas y moldeadas a la perfección. El nuevo mundo acababa de desembarcar en mi entrepierna pero necesitaba algo de tiempo para hacerme a la idea de que habría una vida después de aquel encuentro.

Yo no me animaba a tocarlo. Solo lo contemplaba casi con adoración. Él, en cambio, tenía por norte el hacer contacto con mi cuerpo a como diera lugar... Por asco que le diera la sola idea de posar sus suaves manos sobre la ajadura de mi piel... (“¡Cortala con la mala onda, chabón!” y tenía toda la razón con eso del sambenito).

La mirada pícara volvió a sus ojitos pardos y, asomando la lengua entre los labios, sus pies se arremolinaron en torno de mi pene (porque, a pesar de que había perdido toda conciencia de su existencia, mi erección seguía firme y sin renuncios).

- Hay muchas maneras de hacer una paja. ¿Lo sabías?

La perversión se había instalado en el arco de sus labios y (como si yo fuera definitivamente otro) me entregué a su llamado sin palabras ni sonidos.

- Te puedo hacer la paja con la planta de los pies... con los tobillos... Lo usual es hacerlo con las manos (y tiene su encanto, es claro) pero a mí me gusta investigar y hasta podría pajearte con los labios o con los cachetes del culo, jajajaja.

Y a cada mención me daba una muestra de lo que sería hacerlo de los diferentes modos. No sé cómo hizo pero se las arregló para acariciar mi pene con la mayor parte de su piel. Aunque terminó alternando boca y dedos, cubriendo todo mi miembro (y todo mi ser, en consecuencia) del más maravilloso y extenuante placer que jamás hubiera yo experimentado. Tanto que me vi obligado a detenerlo antes de que mi esperma surgiera despedido sin control.

- Chupámela vos a mí entonces. –propuso con tierno tono imperativo al recostarse una vez más contra la puerta izquierda de la camioneta.

Su pene seguía allí como una lanza. De más está decir que yo nunca lo había hecho con anterioridad. El pánico me congeló. Por eso, una vez más, el chico tuvo que tomar las riendas del asunto. Deslizó con exasperante lentitud su dedo índice alrededor de su glande para luego llevarlo a través del breve espacio que nos separaba hasta el borde superior de mi boca. La humedad estaba todavía cálida cuando se produjo el contacto y el más almizclado aroma a sexo que yo había sentido y sentiría en el futuro inundó mis fosas nasales para nublar irremediablemente mis sentidos. No sé cómo lo hice. Debo confesar que perdí por completo la noción de su presencia, con excepción de su falo. Por primera vez el deseo se liberó de mis entrañas y estalló convertido en manos, lengua, labios y cuanta porción de mi cuerpo pudiera dar y recibir placer. Si el tiempo puede medirse, no se dio esa situación aquella noche y, a medida que los minutos se estiraban como chicle para ser avasallados de inmediato por los ardores de la carne, aprendí que el universo puede resumirse en una sola gota de semen. Mi cuerpo reptó hasta su lugar y el chico supo acomodarse en el asiento para facilitarme la faena. Lo penetré sin miramientos y ni siquiera me di cuenta. Mis manos, toscas y velludas, apretaron su carne, mordisquearon sus tetillas como pinzas y fraguaron el calvario de su miembro hasta que el tapizado se manchó de blanco. Luego aconteció mi propio desenfreno y el grito visceral fue tan estruendoso que los vítores y los aplausos de los amigotes en la vereda no se hicieron esperar. Minutos después, cuando el chico procedía casi con gesto burocrático a desenrollar de mi pene el condón que yo nunca había percibido, tomé nota del paroxismo vivido y no pude menos que pensar en él.

- ¿Te dolió? –le pregunté con una voz que parecía perderse en el abismo.

- ¿Qué cosa?

Me avergonzaban los detalles.

- La... penetración...

Me miró como si no comprendiera de qué le estaba hablando. Al instante se sonrió tímidamente, le hizo un nudo al preservativo que todavía sostenía entre sus dedos, bajó la cabeza y, al levantarla otra vez, se rió tan estrepitosamente que los muchachotes de la vereda volvieron a alborotarse. No había en su carcajada insolencia ni soberbia. Tampoco soy un experto en el tema pero puedo asegurar que mi pregunta le divertía.

- ¿Si me dolió?

El sí salió de mi boca fue prácticamente inaudible y me apresté a recibir sus burlas. Sin embargo, él depositó el condón en el cenicero de la puerta izquierda, tomó mi rostro entre sus manos, me dio el besito más tierno que jamás me habían dado y me darían jamás y me dijo casi en susurro al oído:

- Estoy acostumbrado.

Su cuerpo todavía desnudo se acurrucó junto al mío y allí se quedó durante vaya a saber cuánto tiempo.

- Ya es tarde. –dijo después- ¿Querés hacerlo otra vez?

No se había movido. No pude entonces ver su rostro pero me gusta pensar que su pregunta era en realidad un pedido. No obstante, siempre perdurará en mí una cuota de cobardía, esa enorme tenazas que solo me sirven para cercenar las testes de las mejores experiencias.

- Por hoy es suficiente.


De regreso a casa, mi mente trató de reconstruir cada instante de aquella noche frenética y, por más que lo intenté una y otra vez, mi memoria se atascaba en el momento en que el chico se sentaba a mi lado. Sin embargo, la sensación de que mi mundo había cambiado se hacía más patente a cada instante y se me instalaba en los pensamientos con tanta solidez que ya no lograba comprender una existencia tan inútil como la que había llevado hasta pocas horas antes. La nueva realidad arrasaba con los pilares de la otra reduciéndola a mero polvo, a casi nada. La nueva realidad había renovado los colores de la noche e inundaba mi cabeza de música y alegría. Pero yo sabía que no era perfecta aquella realidad. Por eso regresé a la esquina de Marcelo T y Azcuénaga; para invitarlo a pasar la noche en mi casa. Había descubierto que aquel nuevo y deslumbrante entorno de concupiscencia tenía un defecto insalvable: él no siempre estaría allí.

viernes, 19 de marzo de 2010

A comerlaaaaaaaa!!!!!!!


Miren lo que acabo de leer en Ambiente G

Dicen que el mejor desayuno es una pieza de fruta, un sandwich ligero y un tazón de leche con cereales. Permitidime si a partir de esta noticia os aconsejo que esa fruta sea el plátano, no por hacer eco de aquel refrán que dice ‘De lo que se come se cría’, sino por una razón mucho más importante.

Según un artículo publicado en ‘Journal of Biological Chemistry‘, revista de prestigio que se edita desde 1905, un estudio realizado en la Universidad de Michigan asegura que la lectina de los plátanos, un componente químico natural, podría abrir la vía a nuevos tratamientos para prevenir la transmisión sexual del VIH y que además tiene la capacidad de detener la cadena de reacciones que conduce a una variedad de problemas derivados de la infección.

Además, dicho estudio señala que la BanLec (lectina de la banana), es similar en potencia al Fuzeon y el Maraviroc, dos fármacos anti-VIH que se utilizan en la actualidad. De confirmarse todo esto, la posible cura para la enfermedad tendría una nueva puerta abierta, y la medicación retroviral sería menos agresiva, de protección más amplia y de mucho menor coste. En una semana en que la UN AIDS Agency advierte que los casos de infección han experimentado una notable subida últimamente, sobre todo entre jóvenes entre los 18 y los 25 años, esta noticia es, en cualquier caso, una magnífica noticia.


LA BANANA ES LO MÁS!!!!!!!!

martes, 2 de marzo de 2010

El abogado


Allí estaban, en la esquina de Marcelo T y Azcuénaga. Justo donde Juan me había indicado. Estaban sentados en el cerco de cemento del estacionamiento, lejos de la luz de los neones, al amparo del gran árbol, entre el muro de la universidad y el puesto de vigilancia que a esas horas ya estaba vacío. Serían las once de la noche, once y media como mucho, y el habitual bullicio de la zona se había transformado en lúgubre letargo. Lo único que se escuchaba eran las risotadas del grupo de muchachitos que se pasaban una botella de cerveza y bebían como si fuera agua. También se pasaban un cigarro que, a la distancia, no parecía ser de tabaco. Pero las risas parecían provenir desde más lejos aun. Tenían un eco latoso y estoy seguro de que, si hubiera sido ciego, me habría resultado imposible establecer desde dónde provenían.

“Fijate en el que no fuma” me había recomendado Juan. Y efectivamente había uno de ellos que no fumaba. Me llevó un tiempo identificarlo. Recién pude estar seguro de que era él a la cuarta o quinta vez que pasé con la camioneta a media marcha. A cada vuelta, me esforzaba por mirar con disimulo para que no se dieran cuenta de mis pretensiones. ¡Estúpido de mí! Tanta cautela y lo que en el fondo más quería era que se dieran cuenta de lo que buscaba. Al menos uno de ellos que, por lo que había podido ver, era el de la remera verde.

Mi esposa estaba en Mar del Plata desde el lunes, pasando las vacaciones con los chicos, y a mí me había llevado tres días decidirme a disfrutar, también, de ese inusual estado de “soltería”. Pero a mi modo, por supuesto. O al modo de Juan, mejor dicho. Porque era él el que estaba acostumbrado a hacer uso de ese tipo de servicios. Ni siquiera sé por qué me pasó el dato ni tampoco cuándo lo hizo (la memoria suele ser selectiva a la hora de determinar qué queda guardado y qué no) pero el hecho era que yo estaba allí, en plena noche de verano y con un calor interno que opacaba a las marcas térmicas. Sin embargo, después de la octava vuelta, todavía no lograba reunir el coraje necesario para hacer contacto. Ignoraba los códigos. Me sentía un viejo libidinoso y sabía que los demás me hubieran juzgado de la misma manera de haber habido testigos. ¿Qué debía decirse en esos casos?: ¿”Quiero coger”? ¿”A cuánto la mamada”? O ¿“La leche está servida”? Mi inexperiencia de vida era un serio escollo ya en mi desempeño cotidiano… ¿Por qué tenía que serlo también a la hora de romper un poco los esquemas?

De tanto pasar y pasar, terminé por llamar la atención de los jóvenes. ¡Cómo no hacerlo! Una 4x4 plateada yirando a la medianoche… ¡como para no verla!

Por fin me detuve junto a un contenedor que alguien había depositado casi llegando a la esquina. No fue necesario que llamara. Uno de los chicos, el que estaba más cerca de mí, caminó unos pocos metros y se inclinó sobre la ventanilla de mi vehículo.

– ¿Me buscabas? –preguntó con simpatía y dándole una profunda chupada al porro que tenía entre los dedos.

Era un chico muy bonito pero el tema de las drogas siempre me ha dado temor. No es que lo juzgara (un cigarro de marihuana no es la muerte de nadie) pero nadie sabe nunca qué podría hacer cualquiera bajo los efectos de un narcótico. Traté de ser lo más amable que me fue posible y creo que lo hice con éxito.

– No te enojes pero a vos no. Al de la remera verde…

El chico volvió a sonreír y sin decir más se dio la vuelta y fue a hablar con el de verde. Intercambiaron un par de bromas que no pude escuchar con claridad, un par de golpecitos en la mejilla como si estuvieran boxeando y (¡para mi gran sorpresa!) un beso en los labios que, ahora que lo pienso mejor, fue casi tierno. Los demás celebraron con aplausos y más risotadas. Estuve a punto de pisar el acelerador y dejar todo ese asunto en la nada pero el chico fue más rápido y, cuando la idea se materializó en mi mente, él ya había abierto la puerta de la camioneta y se había instalado a mi lado.

– ¡Hola! – me dijo, sonriendo y como si nos conociéramos de toda la vida.

Intimidado, tardé un poco en reaccionar.

– ¿Vos sos…?

– ... ZekY’s –dijo, adelantándose a mi pregunta.

Era más bonito de lo que me había imaginado. ¿Cuántos años tendría? ¿Quince? ¿Dieciséis? Diecisiete a lo sumo. Aunque su físico pudiera simular más edad, su carita era por demás elocuente. Un hielo me recorrió la espina. Como profesional que soy, sabía muy bien que aquello podía encuadrarse dentro de los límites de un delito. El Código Penal es muy claro: "El que promoviere o facilitare la prostitución de menores de dieciocho años, aunque mediare el consentimiento de la víctima, será reprimido con reclusión o prisión de cuatro a diez años”. Pero al mismo tiempo, la necesidad hacía las veces de un fuerte contrapeso en mí. Por eso no quise darle muchas vueltas al asunto. Ya estaba allí y el chico parecía predispuesto. De todos modos (y con toda la inocencia del caso), quise sacarme la duda.

- ¿Cuántos años tenés?

- ¡Dieciocho! –respondió al instante como si se tratara de un acto reflejo. Pero su sonrisita dejaba en claro que hay cosas que no vale la pena preguntar.

- ¿Vivís por acá?

Después de haberlo preguntado me di cuenta de lo absurdo que acaba de ser. Solo me faltaba preguntarle si trabajaba o estudiaba y me hacía acreedor al premio “Idiota de Oro”. Por suerte, el muchachito fue indulgente conmigo y se limitó a sonreír otra vez, beneficiándome con un evidente manto de silencio. Luego, como si estúpida pregunta no hubiera existido, encarriló la charla hacia lo que nos interesaba.


- Hace rato que estás dando vueltas ¿no? Yo te vi y me dije que estaría bueno subirme en esta camioneta. Debe costar un toco de guita ¿no?

- Un poco, je.

- Pero para esto es una buena inversión.

-- No entiendo.

- ¡Claro! Si venís en un bote de estos quiere decir que tenés plata y a nosotros eso nos llama la atención, juas. Si tenemos que elegir entre uno que está forrado y otro que es un tirado, no hay que hacer demasiadas cuentas. Con esta máquina no tenés problemas para levantar en la calle.

- No sé...

- Sí, se te nota que sos nuevito –me interrumpió sin ningún dejo de cinismo— Pero tenelo en cuenta. Te estoy dando la posta. Yo sé que para ustedes se hace difícil al principio levantar pendejos en la calle. Aunque con el tiempo se acostumbran y después todo les chupa un huevo.

Entonces se rió exageradamente. Yo no sabía por qué pero le seguí la corriente. Después me di cuenta de que era por eso de “chupar un huevo”. Cuando se calmó (un par de lágrimas le corrían por la mejilla) me aclaró con total naturalidad sus condiciones:

- Cincuenta la mamada y cien el completo. Si querés otra cosa, lo charlamos. Pero desde ya te digo que, si te van los látigos y los golpes, yo no soy el indicado...

- No, no. Quedate tranquilo que no me gusta el sadomasoquismo.

- Qué bueno. Porque me caés bien y podés ser un buen cliente...

- ¿Te parece?

Se removió en el asiento con un poco de incomodidad. Tal vez había traicionado algún código profesional con esa declaración tan personal.

- ¿A vos qué te gusta hacer? –cambió de tema.

Era algo que me costaba poner en palabras. Todas las fantasías se me agolparon y no me animé a reconocer ninguna. Tantos años de represión hacen estragos en la voluntad y, por más que quisiera dar rienda suelta a mis deseos con aquel niñato predispuesto, la conciencia hace siempre lo posible por salir airosa. “Olvidate de la moralina (me había dicho Juan), nos amolda a la peor de las convenciones, en la que nunca somos los que decidimos y, al fin y al cabo, terminamos siendo seres peores a los que seríamos si nos dejáramos llevar por nuestros impulsos”. Porque no nos reprimimos por ser mejores personas, sino por no atrevernos a ser quienes en realidad somos. Y en ese momento, la lógica de Juan me pareció definitoria. Claro que, en la cancha, las cosas se veían diferentes y, con el muchachito frente a mí, la libertad se me estrujaba entre las tripas y ya no me sentía tan convencido. Debo confesar que fue el chico el que llevó la voz cantante.

- A mí me gusta que me toquen el culo...

No había la menor pizca de pudor en sus palabras. Su desparpajo era prueba suficiente de su sinceridad.

- ... Si me lo chupás con gusto, te lo entrego para lo que quieras, juas.

Su risa era mágica. Un tanto vulgar pero, a pesar de las circunstancias, guardaba una cierta inocencia que le iluminaba la cara. Una risa contagiosa.

- ¿Es una propuesta?

Se puso calculadamente serio, me miró con expresión seductora y, acercándose a mi oído, dijo:

- Vos tratalo como me gusta y vas a ver que no miento...

Fue entonces cuando se encendió mi entrepierna. El calor de su aliento en el lóbulo de mi oreja me trasladó de inmediato a los tiempos de mi adolescencia, cuando toda mi piel era un campo de batalla.

- Por suerte tengo un culo que a todos les gustaría tocar, juas. –continuó, regresando a su lugar y retomando el tono casual que había mantenido hasta entonces- ¿No te parece?


Estaba de acuerdo con él pero no me animé a decírselo tan de frente.

- ¿Te gustaría tocarme el culo?

- Mmmm.. por supuesto, pero... no tengo mucha experiencia y por ahí no te gusta lo suficiente.

Volvió a reír con ganas.

- ¡Pero si es muy fácil, chabón! ¡Mirá!

Se arrodilló entonces en el asiento y, apoyando el pecho en el respaldo, se bajó las bermudas y quedó a mi lado con las nalgas en pompa. Hermosas nalgas sin dudas. Tanto que un nuevo cosquilleo me recorrió de pies a cabeza.

- Tocámelo.

Y ante una consigna tan simple y concreta, me quedé pasmado.

- ¡Dale! No seas boludo. –insistió.

Viendo mi indecisión, me tomó la mano y la posó en su trasero.

Era la primera vez que palpaba las nalgas de un varón. Fue una experiencia muy excitante y, con mucho temor, me animé a acariciarlas. Él respondió con un suave ronroneo.

- Muy bien... –me alentó, al tiempo que cerraba los ojos y lamía sus labios repentinamente rojos- Ahora usá las dos manos y estrújame despacito los cachetes.

Lo hice con toda la suavidad que me fue posible y quedó claro que le gustaba. Después de disfrutarlo unos instantes, tomó una de mis manos y se llevó mis dedos a la boca, para chuparlos y lubricarlos.

- Pasámelos lentamente alrededor del hoyito.

Separó las nalgas con sus propias manos. Yo dudé unos instantes sin comprender lo que quería que hiciera. No porque fuera estúpido (sus palabras habían sido claras) sino porque la excitación no me dejaba razonar. Finalmente lo hice tal cual él lo había pedido y su expresión de satisfacción no se hizo esperar. Al contacto de mi dedo su esfínter se contrajo y con asombro percibí el calor que emanaba en esa zona. Sentí el deseo de mirar más de cerca pero no me animé. Sin embargo, mi rostro habría de delatarme:

- Te morís de ganas de mirar más de cerca, eh. Acercate y dale una ojeada que te va a gustar. Y además me calienta...

Creo que iba a continuar la frase y algo lo retuvo. No hice caso, por supuesto, y me acerqué a su trasero para ver mejor. A medida que mis dedos paseaban alrededor de ese botoncito rosado que enmarcaba el esfínter, su piel reaccionaba alternativamente, yendo de la piel de durazno a la de pollo y viceversa. Luego el mismo músculo pareció tomar vida propia y, al correr de mi estimulación, se contraía y se dilataba, aumentando levemente el diámetro de su dilatación cada vez. Por deformación profesional suelo ser muy observador.

- Meteme el dedo.

La nueva orden me tomó desprevenido y la sonrisa de su rostro me hizo dudar. No era como las otras sonrisas, esas que denotan placer o simpatía. Esta vez había algo perverso en su mirada. Mi propia excitación, no obstante, me obligó a proceder y puede que esta vez no lo hiciera todo lo bien que él esperaba.

- Mirá bien... Así es como me gusta...

Se ensalivó entonces los dedos y él mismo se penetró. Primero el dedo mayor con toda parsimonia se deslizó dentro del orificio de su ano. Entraba y salía sin ninguna prisa. La tenue luz que se filtraba a través de los vidrios polarizados del parabrisas daba destellos al reflejarse en la saliva que lustraba la superficie de su piel. Desde afuera, más lejanas que nunca, llegaban las risotadas de los demás muchachos. Dentro de la cabina, solo se oían los suspiros del chico y los resoplidos de mi asmática respiración. Luego, el índice se sumó a la tarea sin que el músculo diera muestras de trastorno. Cuando el anular fue también de la partida, no aguanté más y me tomé la entrepierna. El miembro ya no admitía inhibiciones y necesitaba atención urgentemente.

- ¡Lo logré! –fue el grito de triunfo del muchacho.

- ¿Lograste qué? –fue mi duda natural.

- ¡Que te dieran ganas de pajearte! Sos demasiado tímido, chabón. Acá estamos para garchar y no necesitás dale más vueltas, juas. ¿Para qué ocultar que tenés la poronga a mil?

Obvio que tenía razón, pero cuando uno está tan habituado a mantener las formas, cualquier clase de espontaneidad es improcedente. Cuanto más aquellas que resultan de un ámbito tan íntimo como la sexualidad. Y cuánto más si esa sexualidad está reñida con las buenas costumbres.

- Vos lo que necesitás ahora mismo es una buena mamada.

Y sin quedarse en las palabras, se giró hacia mí y empezó a desabotonarme la bragueta.

- ¡¿Lo vas a hacer acá?!

- ¿Y dónde si no? Aquí dentro nadie nos ve... Además, los únicos que podrían vernos serían mis amigos y te garantizo que podríamos armar flor de festichola en la parte de atrás, juas.




Continuará...