martes, 2 de marzo de 2010

El abogado


Allí estaban, en la esquina de Marcelo T y Azcuénaga. Justo donde Juan me había indicado. Estaban sentados en el cerco de cemento del estacionamiento, lejos de la luz de los neones, al amparo del gran árbol, entre el muro de la universidad y el puesto de vigilancia que a esas horas ya estaba vacío. Serían las once de la noche, once y media como mucho, y el habitual bullicio de la zona se había transformado en lúgubre letargo. Lo único que se escuchaba eran las risotadas del grupo de muchachitos que se pasaban una botella de cerveza y bebían como si fuera agua. También se pasaban un cigarro que, a la distancia, no parecía ser de tabaco. Pero las risas parecían provenir desde más lejos aun. Tenían un eco latoso y estoy seguro de que, si hubiera sido ciego, me habría resultado imposible establecer desde dónde provenían.

“Fijate en el que no fuma” me había recomendado Juan. Y efectivamente había uno de ellos que no fumaba. Me llevó un tiempo identificarlo. Recién pude estar seguro de que era él a la cuarta o quinta vez que pasé con la camioneta a media marcha. A cada vuelta, me esforzaba por mirar con disimulo para que no se dieran cuenta de mis pretensiones. ¡Estúpido de mí! Tanta cautela y lo que en el fondo más quería era que se dieran cuenta de lo que buscaba. Al menos uno de ellos que, por lo que había podido ver, era el de la remera verde.

Mi esposa estaba en Mar del Plata desde el lunes, pasando las vacaciones con los chicos, y a mí me había llevado tres días decidirme a disfrutar, también, de ese inusual estado de “soltería”. Pero a mi modo, por supuesto. O al modo de Juan, mejor dicho. Porque era él el que estaba acostumbrado a hacer uso de ese tipo de servicios. Ni siquiera sé por qué me pasó el dato ni tampoco cuándo lo hizo (la memoria suele ser selectiva a la hora de determinar qué queda guardado y qué no) pero el hecho era que yo estaba allí, en plena noche de verano y con un calor interno que opacaba a las marcas térmicas. Sin embargo, después de la octava vuelta, todavía no lograba reunir el coraje necesario para hacer contacto. Ignoraba los códigos. Me sentía un viejo libidinoso y sabía que los demás me hubieran juzgado de la misma manera de haber habido testigos. ¿Qué debía decirse en esos casos?: ¿”Quiero coger”? ¿”A cuánto la mamada”? O ¿“La leche está servida”? Mi inexperiencia de vida era un serio escollo ya en mi desempeño cotidiano… ¿Por qué tenía que serlo también a la hora de romper un poco los esquemas?

De tanto pasar y pasar, terminé por llamar la atención de los jóvenes. ¡Cómo no hacerlo! Una 4x4 plateada yirando a la medianoche… ¡como para no verla!

Por fin me detuve junto a un contenedor que alguien había depositado casi llegando a la esquina. No fue necesario que llamara. Uno de los chicos, el que estaba más cerca de mí, caminó unos pocos metros y se inclinó sobre la ventanilla de mi vehículo.

– ¿Me buscabas? –preguntó con simpatía y dándole una profunda chupada al porro que tenía entre los dedos.

Era un chico muy bonito pero el tema de las drogas siempre me ha dado temor. No es que lo juzgara (un cigarro de marihuana no es la muerte de nadie) pero nadie sabe nunca qué podría hacer cualquiera bajo los efectos de un narcótico. Traté de ser lo más amable que me fue posible y creo que lo hice con éxito.

– No te enojes pero a vos no. Al de la remera verde…

El chico volvió a sonreír y sin decir más se dio la vuelta y fue a hablar con el de verde. Intercambiaron un par de bromas que no pude escuchar con claridad, un par de golpecitos en la mejilla como si estuvieran boxeando y (¡para mi gran sorpresa!) un beso en los labios que, ahora que lo pienso mejor, fue casi tierno. Los demás celebraron con aplausos y más risotadas. Estuve a punto de pisar el acelerador y dejar todo ese asunto en la nada pero el chico fue más rápido y, cuando la idea se materializó en mi mente, él ya había abierto la puerta de la camioneta y se había instalado a mi lado.

– ¡Hola! – me dijo, sonriendo y como si nos conociéramos de toda la vida.

Intimidado, tardé un poco en reaccionar.

– ¿Vos sos…?

– ... ZekY’s –dijo, adelantándose a mi pregunta.

Era más bonito de lo que me había imaginado. ¿Cuántos años tendría? ¿Quince? ¿Dieciséis? Diecisiete a lo sumo. Aunque su físico pudiera simular más edad, su carita era por demás elocuente. Un hielo me recorrió la espina. Como profesional que soy, sabía muy bien que aquello podía encuadrarse dentro de los límites de un delito. El Código Penal es muy claro: "El que promoviere o facilitare la prostitución de menores de dieciocho años, aunque mediare el consentimiento de la víctima, será reprimido con reclusión o prisión de cuatro a diez años”. Pero al mismo tiempo, la necesidad hacía las veces de un fuerte contrapeso en mí. Por eso no quise darle muchas vueltas al asunto. Ya estaba allí y el chico parecía predispuesto. De todos modos (y con toda la inocencia del caso), quise sacarme la duda.

- ¿Cuántos años tenés?

- ¡Dieciocho! –respondió al instante como si se tratara de un acto reflejo. Pero su sonrisita dejaba en claro que hay cosas que no vale la pena preguntar.

- ¿Vivís por acá?

Después de haberlo preguntado me di cuenta de lo absurdo que acaba de ser. Solo me faltaba preguntarle si trabajaba o estudiaba y me hacía acreedor al premio “Idiota de Oro”. Por suerte, el muchachito fue indulgente conmigo y se limitó a sonreír otra vez, beneficiándome con un evidente manto de silencio. Luego, como si estúpida pregunta no hubiera existido, encarriló la charla hacia lo que nos interesaba.


- Hace rato que estás dando vueltas ¿no? Yo te vi y me dije que estaría bueno subirme en esta camioneta. Debe costar un toco de guita ¿no?

- Un poco, je.

- Pero para esto es una buena inversión.

-- No entiendo.

- ¡Claro! Si venís en un bote de estos quiere decir que tenés plata y a nosotros eso nos llama la atención, juas. Si tenemos que elegir entre uno que está forrado y otro que es un tirado, no hay que hacer demasiadas cuentas. Con esta máquina no tenés problemas para levantar en la calle.

- No sé...

- Sí, se te nota que sos nuevito –me interrumpió sin ningún dejo de cinismo— Pero tenelo en cuenta. Te estoy dando la posta. Yo sé que para ustedes se hace difícil al principio levantar pendejos en la calle. Aunque con el tiempo se acostumbran y después todo les chupa un huevo.

Entonces se rió exageradamente. Yo no sabía por qué pero le seguí la corriente. Después me di cuenta de que era por eso de “chupar un huevo”. Cuando se calmó (un par de lágrimas le corrían por la mejilla) me aclaró con total naturalidad sus condiciones:

- Cincuenta la mamada y cien el completo. Si querés otra cosa, lo charlamos. Pero desde ya te digo que, si te van los látigos y los golpes, yo no soy el indicado...

- No, no. Quedate tranquilo que no me gusta el sadomasoquismo.

- Qué bueno. Porque me caés bien y podés ser un buen cliente...

- ¿Te parece?

Se removió en el asiento con un poco de incomodidad. Tal vez había traicionado algún código profesional con esa declaración tan personal.

- ¿A vos qué te gusta hacer? –cambió de tema.

Era algo que me costaba poner en palabras. Todas las fantasías se me agolparon y no me animé a reconocer ninguna. Tantos años de represión hacen estragos en la voluntad y, por más que quisiera dar rienda suelta a mis deseos con aquel niñato predispuesto, la conciencia hace siempre lo posible por salir airosa. “Olvidate de la moralina (me había dicho Juan), nos amolda a la peor de las convenciones, en la que nunca somos los que decidimos y, al fin y al cabo, terminamos siendo seres peores a los que seríamos si nos dejáramos llevar por nuestros impulsos”. Porque no nos reprimimos por ser mejores personas, sino por no atrevernos a ser quienes en realidad somos. Y en ese momento, la lógica de Juan me pareció definitoria. Claro que, en la cancha, las cosas se veían diferentes y, con el muchachito frente a mí, la libertad se me estrujaba entre las tripas y ya no me sentía tan convencido. Debo confesar que fue el chico el que llevó la voz cantante.

- A mí me gusta que me toquen el culo...

No había la menor pizca de pudor en sus palabras. Su desparpajo era prueba suficiente de su sinceridad.

- ... Si me lo chupás con gusto, te lo entrego para lo que quieras, juas.

Su risa era mágica. Un tanto vulgar pero, a pesar de las circunstancias, guardaba una cierta inocencia que le iluminaba la cara. Una risa contagiosa.

- ¿Es una propuesta?

Se puso calculadamente serio, me miró con expresión seductora y, acercándose a mi oído, dijo:

- Vos tratalo como me gusta y vas a ver que no miento...

Fue entonces cuando se encendió mi entrepierna. El calor de su aliento en el lóbulo de mi oreja me trasladó de inmediato a los tiempos de mi adolescencia, cuando toda mi piel era un campo de batalla.

- Por suerte tengo un culo que a todos les gustaría tocar, juas. –continuó, regresando a su lugar y retomando el tono casual que había mantenido hasta entonces- ¿No te parece?


Estaba de acuerdo con él pero no me animé a decírselo tan de frente.

- ¿Te gustaría tocarme el culo?

- Mmmm.. por supuesto, pero... no tengo mucha experiencia y por ahí no te gusta lo suficiente.

Volvió a reír con ganas.

- ¡Pero si es muy fácil, chabón! ¡Mirá!

Se arrodilló entonces en el asiento y, apoyando el pecho en el respaldo, se bajó las bermudas y quedó a mi lado con las nalgas en pompa. Hermosas nalgas sin dudas. Tanto que un nuevo cosquilleo me recorrió de pies a cabeza.

- Tocámelo.

Y ante una consigna tan simple y concreta, me quedé pasmado.

- ¡Dale! No seas boludo. –insistió.

Viendo mi indecisión, me tomó la mano y la posó en su trasero.

Era la primera vez que palpaba las nalgas de un varón. Fue una experiencia muy excitante y, con mucho temor, me animé a acariciarlas. Él respondió con un suave ronroneo.

- Muy bien... –me alentó, al tiempo que cerraba los ojos y lamía sus labios repentinamente rojos- Ahora usá las dos manos y estrújame despacito los cachetes.

Lo hice con toda la suavidad que me fue posible y quedó claro que le gustaba. Después de disfrutarlo unos instantes, tomó una de mis manos y se llevó mis dedos a la boca, para chuparlos y lubricarlos.

- Pasámelos lentamente alrededor del hoyito.

Separó las nalgas con sus propias manos. Yo dudé unos instantes sin comprender lo que quería que hiciera. No porque fuera estúpido (sus palabras habían sido claras) sino porque la excitación no me dejaba razonar. Finalmente lo hice tal cual él lo había pedido y su expresión de satisfacción no se hizo esperar. Al contacto de mi dedo su esfínter se contrajo y con asombro percibí el calor que emanaba en esa zona. Sentí el deseo de mirar más de cerca pero no me animé. Sin embargo, mi rostro habría de delatarme:

- Te morís de ganas de mirar más de cerca, eh. Acercate y dale una ojeada que te va a gustar. Y además me calienta...

Creo que iba a continuar la frase y algo lo retuvo. No hice caso, por supuesto, y me acerqué a su trasero para ver mejor. A medida que mis dedos paseaban alrededor de ese botoncito rosado que enmarcaba el esfínter, su piel reaccionaba alternativamente, yendo de la piel de durazno a la de pollo y viceversa. Luego el mismo músculo pareció tomar vida propia y, al correr de mi estimulación, se contraía y se dilataba, aumentando levemente el diámetro de su dilatación cada vez. Por deformación profesional suelo ser muy observador.

- Meteme el dedo.

La nueva orden me tomó desprevenido y la sonrisa de su rostro me hizo dudar. No era como las otras sonrisas, esas que denotan placer o simpatía. Esta vez había algo perverso en su mirada. Mi propia excitación, no obstante, me obligó a proceder y puede que esta vez no lo hiciera todo lo bien que él esperaba.

- Mirá bien... Así es como me gusta...

Se ensalivó entonces los dedos y él mismo se penetró. Primero el dedo mayor con toda parsimonia se deslizó dentro del orificio de su ano. Entraba y salía sin ninguna prisa. La tenue luz que se filtraba a través de los vidrios polarizados del parabrisas daba destellos al reflejarse en la saliva que lustraba la superficie de su piel. Desde afuera, más lejanas que nunca, llegaban las risotadas de los demás muchachos. Dentro de la cabina, solo se oían los suspiros del chico y los resoplidos de mi asmática respiración. Luego, el índice se sumó a la tarea sin que el músculo diera muestras de trastorno. Cuando el anular fue también de la partida, no aguanté más y me tomé la entrepierna. El miembro ya no admitía inhibiciones y necesitaba atención urgentemente.

- ¡Lo logré! –fue el grito de triunfo del muchacho.

- ¿Lograste qué? –fue mi duda natural.

- ¡Que te dieran ganas de pajearte! Sos demasiado tímido, chabón. Acá estamos para garchar y no necesitás dale más vueltas, juas. ¿Para qué ocultar que tenés la poronga a mil?

Obvio que tenía razón, pero cuando uno está tan habituado a mantener las formas, cualquier clase de espontaneidad es improcedente. Cuanto más aquellas que resultan de un ámbito tan íntimo como la sexualidad. Y cuánto más si esa sexualidad está reñida con las buenas costumbres.

- Vos lo que necesitás ahora mismo es una buena mamada.

Y sin quedarse en las palabras, se giró hacia mí y empezó a desabotonarme la bragueta.

- ¡¿Lo vas a hacer acá?!

- ¿Y dónde si no? Aquí dentro nadie nos ve... Además, los únicos que podrían vernos serían mis amigos y te garantizo que podríamos armar flor de festichola en la parte de atrás, juas.




Continuará...


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Disfruto tus narraciones, siempre acaban excitándome... Muchas gracias.

Un abrazo,

Josep

Sachiel Renovatio dijo...

Excelente relato, muy excitante, espero la segunda parte...