lunes, 2 de agosto de 2010

Me gusta el lobito...

El Peque




Cuando se abrió la puerta de la 4x4 y asomé apenas una pierna, los gritos y aplausos de la banda transformaron la quietud de la noche en teatro de revistas. No había ni pisca de adulación o reconocimiento (nada de eso) sino pura burla y cachondeo.

- ¡Qué manera de chillar, chabón!

- ¡Le dieron pa’ que tenga y guarde!

- Era un gato en la oscuridad, jajajaja.

Pero no había sido yo el que había armado el alboroto. Mientras me la metía, el abogado se había entusiasmado de más y entre gritos y rebuznos se había olvidado de las formalidades. Tan seriecito que parecía. Y la verdad que no había sido para tanto. El noventa por ciento de mis clientes la tenían más grande y además el tipo adolecía de eyaculación precoz. No creo que los empujones hayan sido más de diez. Casi diría que habíamos tardado más en ponerle el forro. Pero yo no tenía de qué quejarme. Para mí, mejor: había acabado pronto y me había liberado para seguir trabajando. Todavía era temprano y, si llegadas las dos no pintaba nada bueno, tenía la opción de darme una vueltita por “Contramano”, donde seguro no faltarían los viejitos con plata que quisieran pasar un buen rato. Apenas bajé del vehículo, el tipo arrancó como si lo corriera el diablo. Si bien no había nadie en la calle más que la tropa de taxis fumados a los que yo llamaba “mis amigos”, el quilombo que se había generado bien podía llamar la atención de los vecinos de la cuadra. Y por supuesto que él no quería bajo ningún concepto que alguien pudiera reconocer su camioneta junto a nosotros. Era la ley de la calle: los gatos somos buenos para darse un revolcón o para dar una mamada, pero nadie se las va a jugar incluyéndonos en la foto. En ese sentido, el prostituto varón tiene menos crédito que una puta, a la que más de uno incluso usaría para pavonearse.

En la esquina estaban Santiago, el Garza, Polo y acababa de llegar Marlén, una travesti divina que se nos había pegado hacía un tiempo y con la que habíamos hecho buenas migas. No daba mina ni borracho, con su metro ochenta, sus brazos fibrosos y esa voz de barítono que intentaba disimular con los mejores agudos de que era capaz. Sin embargo, nadie podía decir que no tuviera su encanto y, sobre todas las cosas, a los tipos les encantaba y muchas veces trabajaba más que cualquiera de nosotros. Era muy toquetona, eso sí. Apenas llegaba se plantaba al lado de alguno de nosotros y empezaba a sobarle el ganso sin decir ni “agua va”. Claro que para nosotros eso no era problema. ¡Mirá si nos íbamos a ofender porque nos manotearan el bulto! Esa noche el elegido fui yo.

– Hola, bebé. –me saludó con un pico y llevando su mano a mi entrepierna, por supuesto- Espero que el vejete haya dejado algo para mí.

– Para vos siempre va a haber. –le respondí y todos rieron.

– Aunque no era tan vejete. –aclaró el Garza, que había sido el que se acercó primero, antes de que el abogado le aclarara que era a mí a quien quería.

– Tampoco era un adolescente –comenté– pero no estaba mal.

– Y por lo poco que escuché, estaba más caliente que una hornalla. –dijo Marlén– ¡La camioneta se bailó el “Lago de los Cisnes”!

– ¿Era pijudo? –preguntó Santiago, siempre interesado en los detalles.

– ¡Ni ahí! –le dije, mientras me sentaba en la parecita, con Marlén adosada a mí.

– Ay, pero algo debe haber tenido porque no me vas a negar que la pasaron bien.

– Le puso ganas. Pero fue más el tiempo que se la estuve mamando que otra cosa.

– Pobrecito. Nada más aburrido que chupar un chizito para que después te metan un grisín en el culo... Porque te culeó ¿no es cierto?

Santiago era así.





Marlén, entretanto, pasaba su larga humanidad por sobre la parecita en la que yo estaba sentado y me abrazaba desde atrás. Inclinada sobre mí, sus enormes tetas se aplastaron contra mi espalda y su verga se hizo notar por debajo de mi cintura. Me besó el cuello y deslizó una mano por debajo de mi bermuda.

– Mmmm... pero algo bueno debe haber hecho el vejete porque acá hay restos de lechita tibia todavía... –y se pasó el dedo por la lengua como si estuviera probando la consistencia de la crema chantilly.

– A ver, a ver, que acá el control de calidad lo hago yo. –bromeó Santiago arrodillándose ante mí y, en un santiamén, ya me estaba chupando la pija haciendo el gesto de estar comiéndose el mejor de los manjares.

En eso, se escucharon gritos desaforados desde el lado de Córdoba. Eran gritos inconfundibles de pelea. Por instinto, todos corrimos a la esquina para ver de qué se trataba (yo el más lento porque tenía que acomodarme el paquete de nuevo en su lugar). La batahola se acercaba y de inmediato pudimos ver al otro lado del estacionamiento que un grupo de unos siete u ocho chicos corría en dirección a donde estábamos nosotros. Eran pendejos de no más de dieciséis o diecisiete, algunos con el torso desnudo y todos muy sudados y flacuchentos. Daban la impresión de ser chicos de la villa y se los veía asustados corriendo por el medio de la calle. El que iba adelante les gritaba que fueran para no sé dónde a buscar a no sé quién. Antes de que nosotros pudiéramos reaccionar, pasaron a pocos metros sin siquiera reparar en que estábamos allí. Todos menos uno, el más rezagado, que ya casi sin aliento y presionándose el costado con una mano se apartó del grupo y se mezcló entre nosotros, apoyándose en la parecita del estacionamiento casi al borde del desmayo. Tan mal se lo veía que pensé que podía estar herido. Pero no. Las únicas heridas que tenía las llevaba en el orgullo.

– ¡Puta madre! Mucho faso... –fue lo único que pudo decir, con una vocecita asmática que no dejaba de dar gracia.

Nadie le preguntó nada. Nos limitamos a mirarlo atónitos, mientras los demás se perdían al llegar a Santa Fe. Se hubiera dicho entonces que el supuesto peligro ya había pasado pero fue ahí cuando escuchamos otro griterío avanzando desde la misma dirección por donde había llegado el anterior.

– ¡Bánquenme esta, papá! Hagan como que soy uno de ustedes. Que no me den la cana.

Nadie respondió. Salvo Marlén, los demás quedamos preocupados, más que nada porque no entendíamos de qué venía la mano. Por el contrario, Marlén se veía divertida y empezó a revolear su carterita y a mover el culo como si estuviera levantando chongos en la Panamericana.

– ¡Haceme la gamba, fiera! –se desesperó el pendejo, ¡aferrando y arrugando mi remera!, acto que en cualquier otra circunstancia hubiera desatado mi furia incontrolable- ¡Que no me vean o soy boleta!

Hasta ese momento, no habíamos tenido el placer de saber de qué se trataba pero al ver la turba que avanzaba por la calle Junín hacia nosotros nos dimos cuenta de que no podía ser nada bueno. Eran como veinte pendejos, de la misma onda que los anteriores pero con la diferencia de que estos corrían más deprisa y llevaban algo en las manos que, a la distancia, yo no alcanzaba a distinguir. Había que tomar una decisión y, como nadie decía nada, tuve que tomar la voz cantante.

– Está bien. –le dije- Quedate tranqui.

Detrás de la parecita del estacionamiento había dejado mi mochila. Siempre la dejaba ahí para que los chicos me la cuidaran mientras estaba trabajando. Como soy un maniático de los olores, me gusta andar con mi kit de limpieza y a veces incluso con alguna muda de ropa, por si las moscas. No era este el caso, sin embargo. Esa noche no llevaba ropa de recambio pero sí una toalla limpia. Se la pasé mientras el Garza reaccionaba al grito de “¡No seas pelotudo! ¡Vámonos a la mierda!”. Insistió dos o tres veces con su consigna pero al ver que no obtenía quórum se sentó junto al pendejo y quedó a la espera de los acontecimientos.

– Secate el chivo con esto y tirá esa gorra lo más lejos que puedas.

El pendejo me obedeció sin chistar. Yo me quité la remera.

– Ponete esta y dame la tuya.

Cuando me dio su remera casi me desmayo de la baranda a sudor. La idea era meterla dentro de la mochila para desaparecerla de la vista, pero esta nueva circunstancia me llevó a esconderla en una rama del árbol más cercano. Corríamos el riesgo de que alguien la viera con facilidad pero no estaba dispuesto a permitir que mi mochila preferida se contaminara para siempre. “Nota mental –pensé- Quemar mi remera si llego a recuperarla”. Marlén aportó lo suyo: le empolvó un poco la cara al pendejo para terminar de desaparecer el brillo del sudor, un poco de rímel en las pestañas, un peinado con jopo bien brilloso (de noche, la grasitud capilar puede pasar como gel) y ¡listo! Sin entrar en detalles, el pendejo parecía un puto más. Y toda la transformación nos llevó apenas unos pocos minutos. ¡Menos mal!, porque cuando nos quisimos dar cuenta la banda de facinerosos ya estaba en nuestra esquina.

– Eh, chabón. ¿No vieron unos vagos pasando por acá? –preguntó el más alto de todos.

Evidentemente, sus conocimientos de gramática y estilo discursivo dejaban mucho que desear.

– ¡Lo vamo a matá! –gritó otro que parecía no poder levantar una pluma del suelo. Sin embargo, nunca hay que llevarse por las apariencias porque, ahora que estaban más cerca, se podía ver que lo que llevaban en las manos eran palos y piedras.

– Che, ¿ese no es uno? –preguntó un tercero, apuntando efectivamente a nuestro protegido.

Un sudor frío me surcó la frente y aun en la oscuridad pude ver la palidez en el rostro del pendejo. Pero la homofobia en este caso nos jugó a favor.

– ¡Qué va a se’! –se escuchó entre la horda- ¿No ve’ que son todo’ puto’ son?

– ¡Sigamo’ para allá! ¡Lo’ vamo’ a mata’!

Y el malón salió en dirección a Santa Fe, gritando como salvajes.




Recién cuando desaparecieron, al doblar en al avenida, recobramos el aliento. El alboroto había sido tal que, en el edificio de enfrente, se habían encendido algunas luces y algunas cabezas se habían asomado temerosas a las ventanas, pero como todo volviera a la calma, solo husmearon un instante y cada volvió a lo suyo.

El pendejo se plegó sobre sus rodillas y, con la cabeza entre los codos, dio un tremendo e interminable suspiro.

- ¡De la que me salvé, chabón! ¡De la que me salvé!

- ¡De la que te SALVASTE, nada! –recriminó el Garza- De la que te SALVAMOS, querrás decir.

El pendejo no reaccionó de inmediato. Parecía no tener suficiente aire. Pero de golpe se enderezó y nos miró a todos con una firmeza que me llamó la atención.

- Tene’ toda la razón, papá. Te debo una. Y yo soy tipo de ley. Yo no olvido.

Y mientras el pendejo se deshacía en agradecimientos, en nuestro fuero interno, cada quien estaba pensando la mejor manera de cobrarle el favor, juas.

Hasta ese momento, yo no había siquiera pensado en mirarlo con atención. Supongo que los demás tampoco... Bueno, tal vez con excepción de Marlén, que hasta en los momentos más acuciantes se toma el tiempo de mirar un chongo. Tampoco es que este fuera EL chongazo pero, mirándolo con detenimiento, con un par de tragos encima cualquiera lo hubiera visto potable, jajaja. Hablando en serio, no era feo el pendejo, solo un poco (bastante) desalineado, esmirriadito y (para qué negarlo) medio sucio. Pero con un buen baño y un corte de pelo decente, hubiera estado para darle y recibirle. Obvio que las maricas se le fueron igual al humo y cada una a su tiempo le dejó bien claro de qué manera podía saldar su deuda. Yo me mantenía en silencio, descamisado como estaba, a la espera de que llegara mi turno.

- Mirá, mi amor –le aclaró Marlén- entre nosotras hay una sola manera de pagar este tipo de favores. –y se le sentó sobre el bulto.

- ¡Pará, pará, chabona, que uno no es de fierro tampoco! –se rió el pendejo amagando retirarse de debajo de la imponente trava que lo acosaba.

- Justamente de eso estamos hablando, bebé. Primero, ¿cómo te llamás, ricura?

Y ahí nomás, Marlén pasó una mano entre sus propias piernas para llegar a las partes íntimas de su eventual sostenedor. Se dieron lugar entonces todos los chistes de mal gusto que se puedan imaginar, todos referidos a gansos, a estrangulamientos, a morcillas y a cosas por el estilo. El pobrecito, más apichonado que cómodo, se dio a conocer como “el Peque” y, como todos reaccionáramos con carcajadas, se apresuró a hacer las aclaraciones del caso:

- ¡Pero no es que la tenga chizito, eh!

- Eso hay una sola manera de demostrarlo... –terció Santiago, ya inclinado sobre la peculiar pareja y hurgando por debajo de la mini de Marlén.

Fue entonces cuando apareció nuevamente la 4x4 del abogado.

Se deslizó el vidrio polarizado del lado del acompañante y asomó por la ventanilla la mano del susodicho (solo la mano) haciéndome señas para que me acercara. Y así lo hice mientras la atención de mis amigos todavía se concentraba en el culo de Marlén refregándose sobre el paquete del pendejo y las manos de Santiago.

- No te lo tomes a mal –me dijo el abogado desde dentro- pero me gustaría que subieras.

- ¿Otra vez? –fue lo único que se me ocurrió decir

Aun en la oscuridad casi absoluta pude ver que el abogado se sonrojaba.

- Sssss... sí. La verdad que no sé por qué no te lo dije antes... Pero tengo ganas de que pases la noche conmigo.

- Si tenés plata...

- Sí, sí. Sabés que eso no es problema.

Entonces saludé a mis amigos sin demasiado protocolo (y sin que ninguno me diera ni cinco de pelota) y subí otra vez a la 4x4. Una vez dentro, el abogado me miró con una extraña expresión, entre calentura y ternura, tras lo cual hizo la referencia ineludible:

- ¿Te dio calor?

- Es una larga historia. –le respondí- Después de coger, si querés, te la cuento.

- Tenemos toda la noche.

La 4x4 arrancó y en la esquina, el pobre pendejo se enfrentaba a la experiencia de su vida. Fue el único que me vio partir.