
El 21 de diciembre del año 2001, mi señora madre, quien responde al nombre de Elena, se levantó como todos los días, puntualmente a las siete de la mañana y, luego de los preparativos propios de una mujer medianamente cuidadosa de su imagen, salió de casa rumbo a su trabajo. Desde hace años y años, trebaja en un despacho de los Tribunales de La Plata, como empleada clase Z. "Mi vida es el juzgado" suele decir a menudo. "El día que me jubile ya no voy a tener nada por qué vivir" acota innecesariamente.
Sin embargo, aquella mañana era diferente. Había dormido apenas cuatro horas y la falta de sueño, a su edad, no es algo que el cuerpo pueda disculpar sin más ni más. La noche anterior había participado activamente del cacerolazo popular que protestaba contra el gobierno. Para quienes no lo sepan o no quieran recordarlo, el ministro de economía había confiscado virtualmente los depósitos bancarios y el país sufría una especie de iliquidez sin precedentes. Entonces Elena ("sin hache, como la de Troya" según su misérrimo sentido del humor y de ubicación histórica) salió a protestar por primera vez en su vida. NAdie podía dudar que fiera una señora gorda de clase media y no hay nada que moleste más a una señora gorda de clase media que le toquen el dinero.
En tanto mi madre deambulaba por las calles haciendo sonar su cacerola, codo a codo con los piqueteros a los que tantas veces había despreciado por harapientos e ignorantes, yo me consumía sobre mi cama, a pura paja, una y otra vez, sin poder apartar mi mente de aquel impecable baño del Mac Donald's en el que se la había chupado a Marcos por primera vez. Por un momento temí por mi salud mental. Me sentía furibundamente afiebrado y no podía dejar de sacudírmela. "Mañana te llamo" le había dicho, pero ya no podía soportar la lentitud del tiempo y la desidia de ese sol que no quería amanecer. Estana desnudo y no podía evitar que el roce de las sábanas despertara el deseo de mi piel. Un deseo desconocido hasta entonces. Un deseo que reclamaba con desesperación el cuerpo de aquel chico que, solo unas horas atrás, me había inundado la boca de semen. Aquella noche fue interminable. Caótica. Agónica.

- No te asustes -le advertí a Marcos por teléfono, apenas pasado el mediodía- pero no puedo dejar de pensar en vos.
La advertencia me pareció pertinente: no quería que le tipo se pensara que yo podría convertirme en algo así como Glen Close en "Atracción Fatal" (ni siquiera sabíasi él tenía algún conejito).
Nos encontramos a las cuatro de la tarde en la esquina de mi casa. La calle estaba desierta. El barrio entero parecía desierto. ¡La ciudad! Presa de una calentura sin precedentes, era claro que ni me había preocupado por encender el televisor, por lo cual ignoraba lo que estaba sucediendo más allá de mi estricto campo visual. A Marcos le había sucedido lo mismo. Pero eso lo charlamos de madrugada, cuando ya se había sofocado un poco la hoguera.
Esta vez llegó a horario y no tuvo necesidad de mentir sobre su vestimenta. Lo vi aparecer con su remera blanca, sus bermudas verdes y bañado en sol y perfume. No nos dijimos ni un hola. A mí se me paró al instante nomás de tenerlo cerca. Amaparados por la desolación circundante, nos tomamos de las manos, nos miramos a los ojos y nos dimos un beso. Técnicamente, en la mejilla, pero casi rozando la comisura de los labios. Yo quería partirle la boca allí mismo, sin importarme el qué dirán. Pero la certeza de que ya faltaba casi nada para hacerlo libremente me ayudó a contenerme.
- Tenemos las manos empapadas -comentó para romper el hielo (frase hecha que no viene muy al caso, en realidad).
- Estoy a punto de romper el pantalón.
- Se nota... se nota.
Y era cierto. Se notaba. Inconscietemente (lo juro) me había puesto un jean que me quedaba ajustadísimo. Me marcaba el paquete y el culo de manera escandalosa. Mi erección era indisimulable y dolorosa. Tanto que el glande se había escapado del slip, dejándome una aureola húmeda en la entrepierna, se fritaba contra la cara interna de la tela y me hacía ver las estrellas a cada paso. Pero era un dolor placentero. El primero de una serie.
Sin más, fuimos para casa. Teníamos dos horas hasta que llegara mi vieja.


Cuando Marcos acabó, se desplomó con un bufido sobre mi espalda y apenas le quedaban fuerzas para abrazarme. Aun no se había dado cuenta de que yo estaba llorando y, con la pija dura todavía, quiso sacármela. ¡Obvio que se lo impedí! No quería ni que respirara. Cualquier movimiento parecía multiplicar por millones las aguhas ardientes en mi culo. Y ahí sí se dio cuenta de que yo no la había pasado tan bien como él.
La verga se le desinfló de inmediato y empecé a escuchar algo así como una catarata de inútiles disculpas. Inútiles no porque chocaran con algún tipo de rencor en mí (que estaría con el culo a la miseria durante días), sino porque el dolor había paralizado mi entendimiento. Yo podía escucharlo pero me era imposible descifrar sus palabraas. Me dolía horriblemente y tuve la certeza de que el ano me quedaría así de dilatado para el resto de mis días. Finalmente, Marcos se retiró con suavidad y el vacío en mi trasero fue incomprensible: un inicuo padecimiento por algo que ya no estaba allí. Las piernas no me respondían. Todo mi cuerpo se había convertido en una estatua rígida inclinada contra la pared, que amenazaba con quebrarse ante la más mínima maniobra. Hubiera deseado creer en algún dios, para rogarle que me fulminara allí mismo con un rayo.
Poco a poco fui recobrando el control de mí mismo. A pesar de lo sucedido, Marcos se comportó como un divino. Estaba sinceramente afligido "por lo que me había hecho" y se esmeró cuanto pudo por hacerme sentir bien. Prácticamente me alzó en sus brazos y me llevó hasta el sillón de la sala, donde me cubrió de besos y caricias que nada tenían que ver con lo sexual. Jamás he podido (ni querido) olvidar aquel gesto.
Luego fuimos a mi cuarto y nos recostamos en mi cama. Los dos teníamos hambre y nos tuvimos que conformar con unas bananas maduras (lo único listo para ser consumido que había en la heladera) dando inicio a una larga tradición para los que pasan por mi cama.
Marcos siguió mimándome aun después de que le confesara que me sentía mejor.

Era mi vieja. Y la realidad.
Con el chillido típico de sus ataques de histeria, quiso ponerme al tanto de lo que sucedía en el país. Estaba claro cuánto podía importarme a mí en aquel momento lo que pudiera suceder fuera de aquel cuarto en el que Marcos me besuqueaba las nalgas "para curarme la nana".
Lo único que me quedó claro fue que no iría a casa esa noche.
Al parecer, el centro de la ciudad era un pandemonium y prefería quedarse a dormir en lo de Angelita, una supuesta compañera de trabajo a la cual nunca conocí y que, de tanto en tanto, la albergaba en situaciones "de extrema necesidad". Antes de cortar, cumplió con su conciencia y me recomendó que no saliera de casa bajo ningún concepto.
- No me pienso mover de mi cama -fue mi cínica respuesta.
Cuando le transmití las novedades a Marcos, su reacción fue espontánea.
- Entonces... ¡me puedo quedar a dormir!
- Si te dormís antes del quinto polvo te capo... pero que quede claro: ¡esta vez ponés el culo vos!