miércoles, 20 de febrero de 2008

Año nuevo en Curitiba (parte 4 y última)

Después del festejo (¡del gran festejo!) en casa de los padres de João, ya de día, regresamos al departamento de Bassinho. Todos menos Sony, que jamás regresó al patio luego de su encuentro con Bento. Claro que tampoco Bento regresó y todos dedujimos la obviedad de que habían “desaparecido” juntos.

Los excesos con el alcohol habían dejado a Juaco y a Sebys totalmente fuera de combate, en un estado lamentable. Tomaron cantidades industriales de cerveza u caipirinha y tuvimos que cargarlos como bolsas de papas. João también había bebido pero confiábamos en que podría movilizarse por sus propios medios. Bassinho era el conductor designado, por lo cual se mantuvo responsablemente sobrio. Yo también me cuidé: no estoy acostumbrado a tomar alcohol y las mezclas me sientan fatal.

Llegar hasta el auto con los dos borrachos no fue difícil porque contábamos con la ayuda de los parientes que todavía se mantenían en pie. Lo problemático fue bajarlos del auto y subirlos hasta el cuarto piso en casa de Bassinho. En el trayecto, João también se había quedado profundamente dormido y sabíamos que lo único que podíamos esperar de él era que no tuviéramos que arrastrarlo como a los otros dos. En cuanto a éstos, si no hubiéramos constatado que respiraban, se hubiera dicho que eran dos cadáveres a los que todavía no les había llegado el rigor mortis. Eran dos muñecotes de trapo, rellenos de plomo en lugar de goma espuma. Primero despertamos a João. Aunque no fuera tan sencillo. Los sacudones y los gritos no dieron resultado y nos vimos obligados a echar mano al consabido vaso de agua. Ignoro si en broma o en serio, su hermano menor peló la verga y amenazó con mearlo si no se despertaba. Se reía con toda su enorme y excitante boca pero mi cara de espanto debió ser muy elocuente y, dándose vuelta hacia mí, se la sacudió y gritó algo que no comprendí mientras seguía riendo con todas sus ganas. Por fortuna, el agua logró despertar a João y, por más que tardó unos minutos en tomar contacto con la realidad, pudo ponerse de pie y caminar hasta el ascensor. No en línea recta pero lo mismo daba. Respecto a los otros dos, nos los cargamos al hombro: Bassinho a Sebys y yo a Juaco.

No es que yo sea un tipo particularmente delicado, debilucho o poco solidario, pero lo cierto es que lo que al principio me resultaba gracioso terminó poniéndome de malhumor. Para peor, al salir del ascensor, Sebita pareció reaccionar pero fue solo para ponerse verde, abrir la boca y vomitar gran parte de la cena, dejando el vestíbulo impregnado de un horrible tufo amoniacal y el piso patinoso con la verdosa sustancia maloliente. ¡Ni hablar de la ropa de Bassinho! De modo que, ya con un humor de perros, me puse a limpiar el vómito mientras Bassinho lo metía bajo la ducha y se quitaba la ropa (estropeada para siempre como podrán imaginar). A Sebita ni siquiera el agua helada pudo espabilarlo y finalmente los acostamos a los tres en dos colchones que Bassinho echó sobre el piso de la sala. Increíble el morocho: en ningún momento perdió la sonrisa, como si todo lo que pasó le resultara cotidiano y simpático. Además, había quedado son con un bóxer con los colores de la bandera brasileña que le marcaba muy bien el culo y el bulto. ¡Un lujo para los ojos! Tanto que se me empezó a ir el mal humor.

Sin embargo (aunque me cuidé de no mencionar el tema) yo seguía pensando en Sony y en lo que había visto en el cuartito en penumbras. En cierto modo, me preocupaba su desaparición pero, en el fondo, sabía que lo mío no era otra cosa que un cuadro de celos improcedentes.

− Eu não estou fatigado –dijo Bassinho sobándose el bulto.

“¡Qué rayos!” me dije. Yo tampoco tenía sueño y por cierto que necesitaba distraerme. Le sonreí, me acerqué a él, lo besé en la boca, metí una mano por debajo del bóxer, le saqué la pija y lo lleve a la cama.


Cuando desperté ya eran más de las once, casi mediodía. Todos dormían. João, Juaco y Sebastián parecían no haberse movido desde que los echáramos sobre los colchones. Estaban como petrificados. Sony no había dado señales de vida y, a mi lado, hermosamente desnudo, Bassinho abrazaba la almohada boca abajo, con una pierna ligeramente plegada y el maravilloso culo en pompa. Como esperando que lo desvirgara. El morocho me había cogido con ganas y me había hecho acabar dos veces, pero verlo así me despertó el deseo como si llevara meses de abstinencia.

Fue en ese momento cuando sonó el portero eléctrico.

Primero pensé que, al no tratarse de mi casa, no me correspondía atender. En cambio, cuando recordé que Sony todavía no había regresado me levanté de un salto. Me puse lo primero que encontré (resultó ser un bóxer de Sony que me calzaba como faja y me apretaba los huevos). Busqué entre las ropas de Bassinho, encontré las llaves y bajé a abrir.

Cuando entramos en el departamento, el muy caradura todavía tuvo el coraje de reclamar.

− ¡Estaba tocando timbre como desde hacía una hora!

− ¡No tenés vergüenza! ¡Desapareciste sin decir nada y nos dejaste a todos preocupados!

Entonces vio a Bassinho y sonrió.

− Veo que estabas muy preocupado… Y para combatir la angustia estuviste tomando leche tibia.

¡Touché! Pero como buen acuariano que soy, no lo podía dejar ganar y volví a la carga:

− No desvíes la conversación. ¿Dónde estuviste toda la noche?

− ¡Parecés mi mamá!

− No te hagas el boludo y decime dónde estuviste

Sin atender demasiado a mis reclamos, se dejó caer sobre el suelo y mirando el cielo raso los ojitos se le iluminaron.

− Estuve con Bento. Fuimos a un parque donde vimos el amanecer y después lo invité a desayunar en una confitería del centro.

− ¿Vos también tomaste lechita tibia?

No contestó. Se quedó pensativo con carita de idiota y eludió la pregunta.

− Es un divino… ¡y habla muy bien el castellano!

Me contó entonces lo bien que la habían pasado. Pero sin mencionar lo del cuartito. Habló de Bento durante más de una hora. Me lo describió más de cinco veces como si yo nunca lo hubiera visto y cada vez agregaba un nuevo detalle. En el parque se habían tomado de la mano y se habían besado. En la calle, Bento lo había cargado sobre su espalda y en la confitería le dibujó una flor sobe una servilleta de papel. Me contó todo, salvo que él se lo había cogido en el cuartito oscuro. Eso me puso otra vez de malhumor y, de repente, para no confesarle que lo sabía, que los había visto, me vestí y me fui.

Antes de salir, de todos modos, arrojé un dardo.

− Acostate con Bassinho. Parece que anda con ganas de que algún argentino le rompa el orto y puede ser tu oportunidad.

Si hubo respuesta no la escuché.

Cuando me enojo suelo perder la conciencia de lo que hago. Es por eso que no puedo dar detalles de por dónde anduve. Pero fui previsor y anoté la dirección de Bassinho en mi celular por si no hallaba el camino de regreso. Caminé y caminé hasta que llegué a la esquina de la rua Inacio Lustosa y João Gilberto. El sol quemaba como nunca y, sin embargo, la gente no parecía notarlo. Por fortuna me había vestido íntegramente de blanco: sandalias, bermudas, musculosa y gorra (detalle fashion que todo puto debe tener siempre en cuenta). Según sé, el blanco es el color que repele la luz y, en consecuencia, la ropa blanca suele ser más fresca. ¿Será cierto? En aquel momento no lo noté. Hacía demasiado calor y necesitaba un poco de sombra.

No tardé mucho en encontrarla, Curitiba es una ciudad que se caracteriza por la gran cantidad de espacios verdes y justo enfrente había un Passeio Publico, el más importante de la ciudad. Me senté en una plaza y el malhumor se fue disipando. El paisaje urbano suele requerir de un sitio particular desde el cual disfrutar la belleza del entorno y aquel rincón entre los árboles parecía ser el indicado. Tanto así que, al poco rato, se me acercó un rubio muy bonito y de pelito largo, que me sonrió y se sentó a mi lado. Llevaba una musculosa blanca como la mía.

− Parecemos gemelos –dijo después de un rato (en portugués, por supuesto).

− …

− Hace mucho calor.

− …

Se quitó la musculosa y dejó ver su torso. Hermosos pectorales, hermosos abdominales, piel bronceada, pecho ligeramente velludo… y unos pezones oscuros y duros que me cachondearon más que el resto. También tenía lindos pies (tengo un cierto fetichismo por los pies). Se los veía muy cuidados y en el izquierdo llevaba una tobillera de oro muy delicada. Había captado mi atención y era conciente de ello. No obstante, como también soy del palo (lo confieso) y me encanta ejercer el poder de mis encantos, no estaba dispuesto a dejarlo manejar la situación por más bonito que fuera.

− ¿Te conozco? –la pregunta sonaba sincera pero no es secreto para nadie que se trata de una de las técnicas de levante menos originales.

− No creo. –le respondí con sequedad.

− ¡Vaya! Tenés muy linda voz.

− Gracias.

− Y no sos de aquí. Ese acento es argentino.

− Acertaste: aplauso, medalla y beso.

− Me conformo con lo último.

− ¡Qué lanzado que sos!

− Cierto. Pero tengo buen gusto y siempre elijo lo mejor.

− ¿Lo decís por mí? –siempre es buena una mínima demostración de humildad.

− ¡Claro! ¿Por quién si no?

− Más lanzado todavía. Casi un kamikaze.

− Todo tiene su justificación: en este caso vale la pena morir en el intento.

Es poco frecuente que algo así suceda pero el pendejo me hizo poner colorado. Además de bonito era simpático, educado y canchero, una combinación que no suelo querer resistir. Era de los que siempre tienen un truco bajo la manga. Por ejemplo, estirar el cuello ofreciendo la mejilla con cara de inocentón y sin decir palabra.

− ¿Qué hacés? –terminé preguntando.

− Espero mi premio. Al aplauso y la medalla los podemos dejar para encuentros futuros.

¡Un capo el pendejo!

− Usted me confunde, caballero.

Entonces se arrodilló frente a mí, tomó mi mano, la oprimió contra su pecho y declamó hacia el cielo, como los malos actores que insisten con el teatro clásico.

− Juro que me mataré si no consigo su amor.

Y allí tuve conciencia de que, en realidad, soy un chico fácil. El pendejo me terminó de convencer. Se llamaba Joel, tenía veinte años y era modelo publicitario. Y gay, por si a alguno le quedó la duda. Lo invite a almorzar y él después me invitó a su departamento para “comer el postre”. ¿Abundo en detalles? No creo que haga falta. Nos disfrutamos a pleno. El flaco tenía un lomo por demás exquisito y, por sobre todas las cosas, sabía usarlo para dar placer. O sea: no era solo una cara bonita. Cuando cogía sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Doy fe de ello.

Al terminar, se echó de espaldas a mi lado y, casi mecánicamente, estiró una mano, tomó un cigarrillo de la mesa de luz, lo encendió, dio una chupada profunda y, después de unos segundos, lanzó una bocanada de humo densa y blancuzca.

− ¿Querés ir a una fiesta? –me preguntó.

− Querría. Pero mañana regreso a Buenos Aires.

− ¿Temprano?

− El avión sale a las cinco de la tarde.

− Entonces podés ir conmigo. La fiesta es hoy. La organiza mi amigo A. G. y te garantizo que vas a tener todo el sexo que quieras.

Alto kamikaze el pendejo. No solo había llevado a un perfecto desconocido a coger en su casa sino que, ahora, me invitaba a una partuzza. ¿Ustedes qué creen? ¿Acepté la invitación o no? ¡Por supuesto que la acepté! Y después de que le explicara las razones de mi viaje a Curitiba, la propuesta se extendió toda la comitiva.

Regresé a lo de Bassinho pasadas las ocho de la noche. Juaco y Sebastián seguían echados en los colchones, despiertos pero deseando morir. Ambos tenían un semblante color de papel viejo y el más mínimo susurro les hacía estallar la cabeza. Sobre todo cuando Bassinho gritó:

− ¿Na casa do A. G.???? Ese hombre tiene demasiada plata. Dicen que organiza unas fiestas de locura en las que no falta NADA y pasa DE TODO.

Había puesto mucho énfasis en la última palabra y todos comprendimos lo que quería decir… Al menos todos los que teníamos el cerebro en funcionamiento. Su entusiasmo fue notorio y de inmediato supe que ya tenía un compañero para la festichola. João pareció dudar pero después aceptó ir con nosotros. Sony estaba demasiado cansado y prefirió quedarse en el departamento. Juaco y Sebas estaban por completo fuera de combate y no tuvieron opción. La diversión en Curitiba había acabado para ellos, juas.

El taxi nos dejó en un barrio muy paquete, en la entrada de una residencia rodeada de un gran parque cercado de rejas muy altas. En el portón de entrada, dos muchachos hermosísimos nos tomaron los datos y verificron que estuviéramos en la lista de invitados. Estábamos. Nos invitaron a pasar con una sonrisa. Desde allí, lo único que se veía era la gran casona de estilo colonial iluminada a más no poder. Se escuchaba música y algunas risas lejanas. A medida que nos fuimos acercando, las risas empezaban a ser más nítidas. Al trasponer la gran puerta doble que daba acceso a la casa, un jovencito nos invitó a dejar nuestra ropa en el armario que él mismo administraba. Solo se permitía permanecer en ropa interior o bien desnudos. Ninguno de los tres tuvo problemas con eso: nos desnudamos y continuamos hacia el interior de la casona. En la sala principal nos esperaba una gran sorpresa. Todo lo que hubiéramos podido imaginar era poco. El salón era enorme, altísimo y a todo lujo. Con moblaje y decoración de categoría y, por todos lados, bandejas con preservativos. Había por lo menos setenta u ochenta hombres de todas las edades, la mayoría completamente desnudos como nosotros. Uno no sabía para dónde mirar. Casi todos estaban buenísimos. João comenzó a reirse de solo imaginar todo lo que iba a coger esa noche. Un chico rubio que llevaba solo una sunguita blanca nos ofreció bebidas y una sonrisa. "Eso es servicio" pensé. Cada cual a su turno, los dos hermanos le pellizcaron el culo en cuanto se dio la vuelta y el muy bonito les volvió a sonreir mientras se alejaba. Ni lerdos ni perezosos, se fueron tras del rubiecito y me dejaron allí, solito y a merced de las fieras, juas.

Y no era tanto chiste lo de las fieras al acecho. En cuanto me quedé solo, una mano me agarró una nalga y la reconocí al instante. Era Joel.

- ¡Por fin llegaste! Te estábamos esperando.

- ¿"Estábamos"?

- Sí. Yo y mis amigos. Vení que te los presento.

Y allí empezó lo bueno de la noche. Lo bueno del viaje a Curitiba, diría mejor. Joel me guió hasta un reservado tras unas cortinas de raso blanco. En el interior había cuatro personas en plena actividad. Un chico que no tendría más de veinte estaba arrodillado sobre un sofá chupándosela con ganas a un negrazo enorme y precioso. Un señor de unos treinta y cinco, a su lado, le tocaba el culo al pendejo y se magreaba con otro morocho al que el primer negro le hacía un a paja. Todo un ejemplo de camaradería y solidaridad. En cuanto entramos, los cuatro me miraron de arriba a abajo y me sonrieron. Dejaron lo que estaban haciendo y se me acercaron para saludarme. Joel resultó un excelente presentador. Con solo decir mi nombre ya se sintieron en confianza. El negrazo precioso me tomó la cara con una de sus manazas y me dio un chupón en la boca que casi me extirpa las amígdalas. El señor mayor se me acomodó por detrás y me metió la verga entre las nalgas pero sin ánimos de penetrarme, al menos no por el momento. El pendejito y Joel se arrodillaron frente a mí y me la chuparon de a turnos, mientras el otro morocho me franeleaba y me mordisqueba por todos lados. ¡Me sentí como en casa! Nadie hablaba. Todo era sentir y disfrutar. El negro me soltó la boca y me hizo reostar sobre el sillón para meterme su pijón entre los labios. Era una cosa seria. Veintidós centímetros como mínimo. El señor mayor se ocupó entonces de lamerle el culo y Joel y el pendejo seguían dedicados a mi verga. El negro me la metía como si mi boca tuviera la elasticidad de un culo. Tuve que sofrenarlo un par de veces. El otro morocho empezó a culeárselo al pendejo y Joel inició la exploración entre mis nalgas. Me chupó el culo durante largo rato al ritmo de los gemidos del pendejo, que parecía estar sufriendo el calibre del morocho (aunque todos sabemos que no era así: algunos son un poco aspaventosos cuando se la meten). En medio del fragor de la chupada, sentí una verga que se me metía finalmente por el culo. Miré de costado y vi que era Joel. Me coloqué un poco más de costado para que la metiera mejor y también para poder chupársela mejor al negro. El señor mayor se había instalado detrás de él y ya se lo estaba cogiendo también. Después de un rato, el morocho se puso de pie y se acercó a Joel. Lo miró como pidiéndole permiso y Joel le cedió el lugar en mi trasero. El morocho se acomodó mirándome y sin perder la sonrisa. Me la metió a lo bruto pero con tal calidad que no puedo quejarme. Fue una experiencia especial y entonces entendía los gemidos del pendejo. Por su parte, el pendejo se acercó a mi boca y lamía la pija del negro al tiempo que mis labios. Me pajeó con delicadeza y después volvió a chupármela. El siguiente en la lista para cogerme fue el señor mayor. Todo un caballero. Se cambió el condón con toda parsimonia y comprobó mi dilatación con dos dedos. El negro cedió su sitio a Joel y empezó a cogérselo al pendejo. El otro morocho desapareció. El pendejo gritaba esta vez como una gata en celo. Recordé el dicho de la Gata Flora ("si se la ponen grita y si se la sacan llora") y no pude reprimir la risa. Todos lo atribuyeron a que la estaba pasando bien. Y no era del todo errado, juas.

Seguimos así, intercambiando lugares, no sé por cuánto tiempo. A mí me cogieron todos. Incluso el pendejo, que la tenía chiquita pero igual lo hizo bien. Lo que pasa es que el pobre tuvo su turno a continuación del negrazo precioso y, después de semejante verga, cualquier cosa parecía poco.

Cuando todos acabamos, sentí de repente un mareo pero no le di mayor importancia. Era el ejercicio y el calor que habíamos generado en el interior del cuartito. Salí unos momentos para tomar alguna bebida y, de paso, ver qué estaban haciendo los dos hermanos mulatones.

No los encontré en esa oportunidad. La casa era demasiado grande y vaya uno a saber en qué cuarto estarían culeandoselo al rubiecito de las bebidas. Lo que sí encontré fue algo que me sorprendió sobremanera.

En otro de los cuartos había alguien que gritaba como si lo estuvieran matando (casi tanto como el pendejo que estaba conmigo en la otra habitación). Después de conseguir que otro chico muy bonito me diera un vaso de gaseosa, la curiosidad me obligó a correr la cortina y echar una mirada dentro. ¿Y a que no saben a quién encontré chillando con una buena verga en el culo y otra en la boca? Nada más ni nada menos que al primito que, según João, no era puto: ¡Bento!


La verdad es que encontrarlo allí en semejante situación me dejó sin habla. Mierda que nos había engañado a todos con su carita de niñito inocente. La manera en que se bancaba la vergota que le estaban metiendo por el culo evidenciaba que el chico ya tenía una larga experiencia en estas lides. Y pensar que mi amigo culón se estaba enamorando de él. Agradecí al destino que no hubiese querido ir con nosotros a la fiesta. Estoy seguro de que le hubiera afectado para mal. No por moralina (ya sabemos que, al igual que yo, Sony también pasa de eso) sino porque había visto en ese chico una posibilidad de encausar su vida hacia otros rumbos. Puedo contarlo libremente ahora que Sony ya conoce la historia. Fue duro para él. Solo diré eso.

Sin poder salir de mi asombro, olvidé la búsqueda de João y Bassinho y regresé al reservado donde me esperaban Joel y sus amigos. ¿Qué mejor que un buen conjunto de vergas para olvidar los malos tragos? Aunque esta vez vino mi revancha porque fue mi turno de cogérmelos a todos, uno a uno.

La sesión fue prolongada y llegó el momento en que ya no dimos más y nos quedamos profundamente dormidos. Despertamos al mediodía y todavía había quienes seguían cogiendo (o habían retomado después de un break). Me encontré con los hermanos mulatos y salimos de apuro al departamento. El avión hacia Buenos Aires no nos esperaría si llegábamos tarde. Le dejé mi mail a Joel para que continuáramos en contacto, nos dimos un profundo y tierno beso y ya no volvimos a vernos.

Llegamos a São José dos Pinhais con el tiempo justo para embarcar. Para mi sorpresa, en la entrada del aeropuerto estaba Bento. Había ido a despedirnos. Pero su atención se centró en solo uno de nosotros. Al ver cómo miraba a Sony volví a tener la misma sensación de ternura que le vi la noche de Año Nuevo en casa de sus tíos. Pensé entonces que quién tiene derecho a juzgar los actos de los demás. Si en aquellos ojos no había amor, entonces no he aprendido nada de la vida hasta el momento. Al subir al avión, Sony dejó escapar una lágrima. Una sola. Y fui yo el que se la secó con la punta del dedo. Él me sonrió y se acurrucó contra mi pecho. Al fin y al cabo, solo nos teníamos el uno al otro. Juaco y Sebastián no seguían bajo los efectos de la resaca.


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